viernes, diciembre 30, 2005

A mis escasos lectores

No creo que vuelva a escribir una nueva nota hasta el año que viene, así que, a todos los que todavía pierden el tiempo leyendo este Diario, feliz Año Nuevo. Que 2006 sea un año bueno para todos. Y no se me atraganten con las uvas.

miércoles, diciembre 28, 2005

Momentum Misticum

Vuelvo de hacer unas compras en el hipermercado. Voy cargado con dos bolsas de plástico llenas de fruta, latas, tarros y productos de limpieza. Como me duelen las manos de tanto peso y estoy cansado, decido meterme por un atajo. Se trata de un camino de baldosas que trepa por una pendiente sobre la cual se asienta un pequeño parque. Son las dos de la tarde y estamos a finales de otoño. Luce el sol y todavía hace calor, pero a medida que avanzo por el camino de baldosas me va envolviendo una atmósfera realmente otoñal. Atrás quedan el ruido del tráfico, el bullicio de la ciudad. Los árboles extienden sus sombras sobre la hierba del parque, que, por estar encajado entre los edificios de una urbanización, se halla sumido en una penumbra que recuerda a la de un bosque. El ambiente es silencioso, apacible, casi monacal. Camino deprisa porque las asas de plástico me hacen daño en las manos, pero al llegar a un claro el sonido del viento detiene mis pasos. Es un suave y atrayente susurro que me habla al oído con un lenguaje mágico y primigenio. Dejo las bolsas en el suelo y me pongo a contemplar el parque. El sol ilumina el claro con una luz pura, casi azulada. El viento se arrastra por el césped haciendo crujir su manto de hojas secas. Escucho atentamente este crujido: miles de hojas entrechocándose unas con otras, rozando su borde, friccionando sus quebradizas superficies contra el suelo. Una delicada sinfonía que sólo el otoño puede ofrecerme. Y entonces, durante unos segundos, me parece percibir el movimiento rotatorio de nuestro planeta, el silencioso quehacer de la naturaleza entera, la lejana presencia de los astros que la luz del sol me oculta, el aliento del Gran Espíritu Universal, que todo lo mueve y del cual todos somos manifestaciones. La belleza embriaga mis sentidos. El cielo azul me parece sencillamente hermoso. Las hojas que el viento hace crepitar, sublimes creaciones de la Naturaleza. Nada me parece casual. Todo es pura contingencia, necesidad absoluta. Me fundo con el Universo, me sumo a su eterna corriente. Soy feliz.

Sin embargo, también soy un hombre del siglo XXI, era prosaica y funcional. Debo atender mis deberes de consumidor. Así que recojo las bolsas de la compra y me apresuro a volver a casa.

lunes, noviembre 28, 2005

Niños, borrachos y locos.

Voy en el metro leyendo una novela. Es mediodía y apenas viaja gente en el vagón. De repente, al llegar a una estación, las puertas se abren y una mujer de aspecto extraño se sienta delante de mí, al lado de un hombre mayor. Desde el primer momento me doy cuenta de que le pasa algo. Es una mujer de unos treinta y tantos años, vestida con escaso gusto. Tiene la nariz y los ojos rojos, como si hubiese estado llorando hace apenas un instante. Resulta imposible ignorar el brillo vivo y enfebrecido de sus pupilas. Sus gestos grotescos y la profunda agitación de su rostro denotan una intensa actividad en el interior de su pequeña cabeza, como si a todos nos llegase el fragor de una violenta batalla en la que chocan ideas confusas, pensamientos contrapuestos y deseos inadmisibles. Al poco de sentarse, comienza a hablarle al hombre mayor que está a su lado. El anciano disimula su turbación y finge atender a las palabras de la mujer, pero al cabo de un rato, completamente resignado, vuelve sus ojos al periódico que está leyendo. No importa. La mujer sigue hablándole sin parar hasta que el hombre se baja en una estación. Entonces, la mujer se cambia de sitio y comienza a hablarle a una señora. Su conversación es incoherente, salpicada con breves pero conmovedores estallidos de llanto. Habla de un pasaporte que ha perdido o, de repente, comenta lo bien que han dejado el metro. En cierto momento, se siente observada por un muchacho que está sentado frente a ella y comienza a increparle. La reacción del muchacho no se hace esperar. En un tono áspero y retador, replica duramente a la mujer, la ridiculiza delante de todo el vagón. Su falta de piedad me desagrada profundamente. No puedo evitar ver reflejadas en sus crueles palabras, el discurso de la sociedad presuntamente "normal" frente a los que son considerados diferentes o sencillamente anómalos, el discurso de los poderosos frente a los débiles. Y estoy convencido de que si Don Quijote cabalgase por los vagones de metro, no dudaría un instante en socorrer a damas como ésta. Afortunadamente, al cabo de un rato, el muchacho decide dejar en paz a la mujer, ya sea porque se ha dado cuenta de su estado mental o porque sencillamente se ha cansado de atacarla. El silencio se extiende por todo el vagón. La mujer comienza a llorar con más congoja que nunca. Su llanto está hecho de pesados lagrimones que saltan de sus ojos como chispas preñadas de tristeza. Es un llanto infantil, el llanto de una Tierra en pañales. Hay en sus pucheros una especie de candor primigenio, una ignorancia hermosa y sin dobleces. Apenas se entiende lo que dice, pero de entre aquel vendaval de sollozos y quejas, logró extraer una frase que me demuestra una vez más que solo los niños, los borrachos y los locos dicen la verdad: "Esto no es cielo, esto no es el cielo", se queja amargamente, "Yo he estado en el cielo antes y esto de aquí no es cielo".

jueves, noviembre 03, 2005

Túnez 5 (Notas en diferido de un viaje)

Después de comer, nuestro guía nos llevó a Matmata. Matmata es un pequeño pueblo encaramado en una montaña seca y pedregosa. Nuestra columna de Land Rover subió por una tortuosa carretera e hizo su primera parada es una especie de mirador, una elevación del terreno desde la cual era posible percibir la árida inmensidad del desierto. El susurro del viento lo llenaba todo, como una incesante música que uno acaba por dejar de escuchar. Bajamos del altozano y nos dirigimos en coche a la aldea. Unas cuantas casas resquebrajadas por el sol. Gatos solitarios y niñas de rostro atezado, tímidas y temerosas, con esa prudencia que procede del instinto y de la ocasional constatación de que nada bueno puede venir de fuera. En realidad, no veníamos a verlas a ellas, sino a visitar una vivienda berebere, una típica "casa troglodita". Éstas estaban situadas en el fondo de una hondonada bastante ancha y profunda, y no eran más que cuevas excavadas en la tierra y convertidas en habitáculos humanos. Una simple cortina hacía las funciones de puerta. Sin embargo, el interior de la vivienda resultaba acogedor. El suelo estaba limpio y barrido. En la penumbra de la cueva, la sensación general era de orden y pulcritud. Apenas había muebles. Un jergón para dormir, una cocina de carbón donde una tetera titilaba sobre el fogón y dejaba escapar un suave aroma a té recién hecho. La dueña de la casa se apresuró a agasajar a sus invitados españoles con una tacita de té con hierba buena. Se trataba de una anciana quizá octogenaria pero aún poseedora de un brío más que juvenil. Llevaba el vestido tradicional de su etnia, confeccionado con una tela de abigarrados y rotundos colores. Sus manos mostraban las filigranas de la genna. Un pañuelo, de cuyos bordes colgaban pequeñas monedas de cobre, cubría su cabeza. Nos hizo pasar a su casa y nos mostró sus escasas pertenencias con ese orgullo que sólo pueden poseer los pueblos pobres convertidos en atracción turística. Con el brillo de su mirada, parecía decirnos: "Mirad, no vivo tan mal, no tenéis nada que pueda envidiar. Cuando os vayáis, me prepararé una nueva taza de té y olvidaré vuestros rostros con la rapidez con la que olvido cada amanecer; sin embargo, vosotros no olvidaréis jamás mi cara". No carecía de razón la mujer. Ella era una auténtica Dama del Desierto, toda una institución turística. Media Europa había pasado por su casa, había saboreado su té dulce y fragante, se había hecho fotos con ella. Y ahora, esas fotos estaban dando vueltas en miles y miles de álbumes de todo el mundo occidental, junto a fotos de bodas, comuniones, reuniones familiares, fiestas en la oficina, cumpleaños infantiles, vacaciones en la playa, excursiones y acampadas. Su rostro moreno y cuarteado por el viento en un plano de igualdad similar al de nuestros cuñados, nuestros amigos, nuestros hijos, consortes, padres y abuelos, inserto para siempre en nuestra vida, en nuestros recuerdos, compartiendo cartel con nuestra miserable posteridad. Abandonamos Matmata y regresamos al hotel, pero en el camino nos detuvimos en el Mercado de las Especias de Gabes, justo a tiempo de escuchar la llamada a la oración del almuédano. Atardecía. El aire, saturado de los aromas de las más variadas especias, tenía un color ceniciento, casi cárdeno. A lo largo del pequeño laberinto de calles que ocupaba el mercado, los puestos de los vendedores exhibían su preciada mercancía: un derroche de colorido, de sabores y olores que emborrachaban los sentidos. Olía a menta, a té, a azafrán, a canela, a jengibre, a cominos, a clavo, a pimienta, a curry. La atmósfera resultaba mareante. En los cestos de los tenderetes las especias formaban pequeñas montañas de variados colores: colinas ocres, picos anaranjados, cerros amarillentos, cordilleras pardas, montes verdes y rojos. Colores terrosos, pasteles, brillantes y mates. Sonaba el ruido de las motos y de los coches, el canto comercial de los vendedores, la música que escapaba de las radios y los casetes. Inesperadamente, se hizo el silencio, un silencio contenido, como una leve capa bajo la cual latieran y aguardaran todos los sonidos del mercado, y escuchamos el lamento del almuédano. Desde un minarete cercano, su voz, metalizada por la amplificación, se extendió por todo el mercado, por las calles de Gabes, llamando a los fieles a la oración, rompiendo con la actividad cotidiana. Pensé que todo se detendría, que algunos de los hombres y mujeres que allí estaban dejarían lo que estaban haciendo y se postrarían para rezar, pero nada de eso ocurrió: los comerciantes siguieron vendiendo y regateando, los compradores continuaron examinando la mercancía y, naturalmente, los turistas extranjeros siguieron curioseando por entre los puestos. A lo sumo, se rebajó el tono de los gritos, de las voces, como una muestra de ese respeto que proviene más de la educación aprendida que de la fe, el mismo que manifiestan en España los más descreídos al paso de una procesión en Semana Santa. En Túnez, al igual que en el resto del mundo, la globalización avanza. Al fin y al cabo, estábamos en un mercado, y allí el dinero siempre manda.

martes, octubre 25, 2005

Hoy,día de la ceguera internacional

Tratando de celebrar como se debe el Día de Internet, voy de web en web, y de link en link, cliqueando de manera compulsiva, y dejándome la vista en la pantalla de mi ordenador. No niego que Internet es una herramienta utilísima, que nos ahorra un montón de tiempo y nos evita en algunos casos, incomodísimas gestiones, así como una enorme fuente de información, de noticias, de imágenes, de conocimientos; ahora, sano, lo que se dice sano, no es. Al menos, para los ojos. La verdad, donde esté un librito que puedes tocar, acariciar y oler, sentado en un banco del parque bajo el tibio sol de primavera...

lunes, octubre 17, 2005

Túnez 4 (Notas en diferido de un viaje)

Continuaré con la "aventura" por el desierto. Y espero, queridos e inexistentes lectores, que no se aburran con mi relato. Ya sé que en las últimas semanas han tenido que soportar varias sesiones de "vídeo que hicimos en las vacaciones, está muy bien, Mariano le puso música y todo" o de "mira que fotos hicimos de la niña en la playa, está de rica, Marisa sacó cuatro carretes", pero habrán de reconocer que mi diario es algo menos repetitivo, estimula el ejercicio de la lectura y revela parcelas de mi carácter que de otro modo estarían vedadas a la mayoría de los humanos. Pues bien, allí estábamos, corriendo por las carreteras de Túnez en un Land Rover. Habíamos visitado el Anfiteatro de El Djem y un museo de mosaicos romanos y ahora nos dirigíamos a la ciudad de Gabes. Nuestro conductor había puesto uno de los dos casetes que llevaba: música árabe, una variedad de zampoña sonando todo el rato y la voz de un par de sensuales huríes que parecían cantar las delicias de un paraíso no tan perdido. A lo largo de la carretera, surgían pueblos y aldeas cuyos habitantes contemplaban con curiosidad el paso de nuestra comitiva desde el umbral de sus casas encaladas. Decenas de imágenes llegaban a mis ojos sin parar, como plato principal de un banquete para los sentidos que incluía además sonidos, voces, ráfagas de olores, sensaciones térmicas. Al atravesar la calle principal de un pueblo, vi a un hombre que llevaba la cabeza de una vaca bajo uno de sus brazos. En otra calle, nuestro conducto nos señaló entre risas (como si a través de su hilaridad quisiera traslucir su inequívoca occidentalización) a un hombre, vestido con una chilaba negra, con la cabeza tocada con un turbante de igual color y una barba larga y cuadrangular, que soportaba impertérrito el asfixiante calor del mediodía. En Túnez las calles son policromas, múltiples en sensaciones e historias, vivas en el sentido más literal de la palabra. Un rápido vistazo basta para captar un montón de historias cotidianas, de pequeños momentos en la vida de sus habitantes: las mujeres que caminan con aire sabio entre los puestos del mercado, los chiquillos que se dirigen a la escuela, el artesano concentrado en trabajo, envuelto en la oscuridad del taller, el policía que sabe de su poder y autoridad aunque se limite a dirigir el tráfico, los hombres que haraganean en el café, dilatando de manera irreal el té que contiene un minúsculo vaso. Por lo que pude ver, aquella región de Túnez vivía, sobre todo, de la cría de ganado ovino. Robustas ovejas de cabeza negra y afilada pastaban por todos lados, con ese aire apático y un tanto idiota que muestran estos animales. En las orillas de la carretera se alzaban pequeños y destartalados asadores de carne de oveja y carnero, en los que también se sacrificaba a los animales destinados al consumo. Estos establecimientos funcionaban, pues, como una extraña mezcla de restaurante y matadero, y eran el escenario de una macabra y sorprendente situación: los cuerpos muertos de algunas ovejas- despellejados unos, abiertos en canal otros, muchos recién sacrificados- colgaban inertes de los ganchos colocados a la entrada del asador, mientras a pocos metros de allí, otras ovejas pastaban tranquilamente, ignorantes de su destino fatal o, precisamente por ello mismo, resignadas a su suerte. ¿Era ése “el silencio de los corderos” de que hablaba Jodie Foster en la famosa película del mismo nombre? Más bien no, más bien parecía la callada aceptación de lo inevitable. Las ovejas tunecinas viven el día a día sin preocuparse por el mañana; la muerte forma parte de su vida cotidiana, como el pasto que comen o la sombra bajo la que se protegen del sol. Y sin embargo, tal vez algún día llegué una Oveja, la oveja liberadora, cuyos vehementes balidos despejen su mente embotada por tanto conformismo y las anime a salir de su inútil silencio (Orwell dixit).

martes, septiembre 20, 2005

Túnez 3 (Notas en diferido de un viaje)

De nuevo, estábamos en la carretera, y, por primera vez, podíamos contemplar la tierra de Túnez a plena luz del día. De momento, lo que veíamos no se diferenciaba mucho de algunas zonas del sur de España. No se veían minaretes ni camellos, ni tan siquiera palmeras. Tampoco el conductor de nuestro Land Rover poseía un aspecto exótico: nada de turbantes, nada de chilabas y babuchas. Era un hombre alto y fuerte, vestido muy correctamente a la moda occidental y con unas gafas que le daban un aire pacífico y formal. Comenzó hablándonos en italiano, pensando que éramos compatriotas de Berlusconi y Albano, pero cuando se dio cuenta de su error, se decidió por el francés. De español, ni papa. Ni siquiera "paella", "olé" o "vamos a la playa". Nuestra primera parada: el anfiteatro de El Djem. No me acuerdo de la hora a la que llegamos, pero no debían de ser más de las 9 de la mañana. Sin embargo, ya hacía un calor tremendo, y nuestro sofoco se tradujo en una sed acuciante. El tunecino es un pueblo, entre otras muchas cosas, con alma práctica y comercial, conocedor de todos los resortes que impulsan al turista occidental. Los primeros puestos comerciales que encontramos se dedicaban, como era de suponer, a la venta de agua y refrescos. Luego, subiendo la pendiente que conducía al anfiteatro, nos fuimos topando con toda clase de vendedores y mercachifles. Y digo, "topando" porque aquí, en Túnez, los dueños de las tiendas de "souvenires" te "asaltan" literalmente, interponiéndose en tu camino y metiéndote sus mercancías por los ojos. Sin embargo, a pesar del asedio comercial, logramos llegar al anfiteatro: una polvorienta mole de piedra, que los romanos pusieron a secar al sol hace siglos. No entraré aquí en descripciones arquitectónicas; ni tengo tiempo ni ganas. Sólo diré que entrar en aquel anfiteatro romano fue como entrar en un estadio de fútbol, sólo que más viejo. Los mismos pasillos, la misma estructura en las gradas y en las escaleras, la misma distribución; pero no se equivoquen, mi anterior afirmación, más que frívola o cínica, entraña un rendido homenaje a la pericia técnica y a la incuestionable visión de futuro de los ingenieros romanos. Ahora, siglos más tarde, un ansioso grupo de turistas españoles estábamos recorriendo como locos los sombríos pasillos del anfiteatro, subiendo a las gradas más altas bajo un sol abrasador y haciendo fotos a todo lo que pareciese viejo, que allí era casi todo. Nuestro Guía nos hizo bajar a una especie de túnel subterráneo, y con su lengua de le trapo nos explicó que el anfiteatro también había servido para celebrar luchas de gladiadores. Aquí, en estos túneles umbríos los luchadores aguardaban su momento, y luego subían a la arena por aquellas escaleras. Y entonces, oigo a un tipo que, con voz melodramática, dice a su novia: "¿Te imaginas la angustia que debían sentir los gladiadores mientras esperaban en este pasillo?". Muy bien. Me parece estupendo que a la gente le guste la Historia, que la viva y la sienta como algo real y cercano; ahora bien, utilizarla para hacerse el interesante, aprovecharse del valor de unos pobres gladiadores que murieron hace siglos, probablemente vertiendo su sangre en la arena ante la mirada morbosa de miles de espectadores y la fría indiferencia de un tribuno romano, todo para asegurarse un buen revolcón nocturno, eso no. No me parece bien, la verdad. En fin, desde anfiteatro nos llevaron al Museo de Mosaicos romanos. Ya he señalado anteriormente que en este tipo de viajes la gente suele manifestar un inusitado y asombroso interés por materias y temas que nunca antes habían atraído su atención, como si de pronto descubrieran su verdadera vocación, una vocación oculta y apasionada, que sin embargo vuelve a aletargarse nada más regresar a sus hogares. Pues bien, aquí tienen a varias docenas de turistas deambulando con mirada escrutadora por un museo dedicado en exclusiva al mundo de los mosaicos romanos. Fotos, cámaras de vídeo que graban sin cesar, flashes automáticos y el exasperante estrépito de los clicks de las cámaras fotográficas. Durante un cuarto de hora, algunos de los personajes mitológicos representados en los mosaicos -dioses y héroes romanos-, adquieren el protagonismo de las estrellas del celuloide y del papel couche. Todo el mundo quiere hacerse una foto a su lado, todos los objetivos de las cámaras apuntan a sus hieráticas figuras, todos quieren un recuerdo de Júpiter o Hércules. Arriba, en el Olimpo, un dios tan distraído como yo se hace ilusiones pensando que un renovado fervor pagano ha prendido entre los mortales. Júpiter sonríe, comprensivo y paternal. Ha visto tantas cosas en sus paseos por la Tierra, que ya nada le sorprende.

domingo, agosto 28, 2005

Túnez 2 (Notas en diferido de un viaje)

Continúo con mi historia. Después de superar el control de pasaportes y recoger nuestro equipaje en la cinta transportadora, nos dirigimos al mostrador donde nos esperaba "el hombre de la agencia de viajes". Lo habitual en estos casos, vamos. Eran más de las doce de la noche, estábamos agotados por las largas horas de espera y, cuando tomamos asiento en el autocar que debía conducirnos al hotel, todos pensábamos que éste se encontraba en la capital, a un paso del aeropuerto. Pero nos equivocábamos. Después de una hora corriendo a toda velocidad por las carreteras tunecinas, me acerqué al "hombre de la agencia" y le pregunté si quedaba mucho. Sí, si quedaba mucho. Quedaba cerca de una hora y media. En definitiva, llegamos al hotel casi a las cuatro de la madrugada. Pero esto no era lo peor, lo peor es que al día siguiente debíamos levantarnos a las 7 de la mañana. Pero en fin, qué se le iba a hacer. Así de dura es la vida del turista occidental. Además, cuando uno realiza esta clase de exhaustivos circuitos, suele manifestar una energía extraordinaria y desconocida. Personas que en su lugar de residencia habitual se pelean cada mañana con el despertador, ahora contemplan con una sonrisa el amanecer; estómagos apáticos y melindrosos, que en circunstancias normales serían incapaces de deglutir una mísera galleta, ahora reciben con alborozo toda clase de grasientas viandas; personas que jamás han abierto un libro, que jamás han manifestado el menor interés por los temas históricos, durante estos viajes escuchan boquiabiertos las explicaciones que un guía local da acerca de determinados mosaicos romanos. Es como si nos transformásemos, como si fuéramos otros, como si un superhéroe viajero e incansable se apoderase de pronto de nuestra personalidad. Y ya nos pueden echar horas de viaje o alimentarnos con todo tipo de bazofias, que nosotros siempre querremos ver más, saber más, viajar más. Y efectivamente, a las 7 y media de la mañana ya estábamos todos despiertos, desayunados y esperando con impaciencia el comienzo de nuestro viaje por el desierto. Frente a la entrada del hotel, una nube de turistas revoloteaban nerviosos alrededor de media docena de Land Rovers. Entonces, apareció el guía oficial del tour, un hombre ya entrado en años, moreno y con barba, y que, para nuestra absoluta desolación, se expresaba en un pésimo español, una mezcla apenas inteligible de nuestro idioma con francés e italiano. El Guía nos presentó a los conductores de los Land Rovers en los que viajaríamos, montamos en el vehículo al que habíamos sido asignados, los motores se pusieron en marcha y, oficialmente, dio comienzo el viaje.
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martes, agosto 02, 2005

Túnez 1 (Notas en diferido de un viaje)

Se supone que los aviones fueron inventados para ganar tiempo y así aprovechar mejor nuestra breve vida, pero uno comienza a dudar seriamente de la validez de esta afirmación cuando lleva varias horas en un aeropuerto esperando la llamada de embarque, con la espalda dolorida y apoyada en un incómodo asiento de plástico, sudoroso y agotado, en un estado de constante inquietud, producido en buena medida por todas esas voces femeninas y nasales que anuncian sin parar el despegue de un avión que nunca es el nuestro. Entonces, perdemos nuestra fe en las supuestas bondades de la aeronáutica, y los jactanciosos anuncios de las compañías aéreas, que nos hablan de velocidad y comodidad, se nos antojan expresiones de una broma cruel y sin gracia. ¿Acaso valen menos estas horas que paso, rodeado de personas desconocidas y desesperadas como yo, que las que podría pasar en mi casa o en el trabajo? Echamos de menos los autocares y trenes de antaño, con su rítmico traqueteo y su olor a tortilla de patatas y filetes empanados. Y como auténticos amish, maldecimos el progreso. Esta era más o menos la situación en la que me encontraba (yo, mis compañeros de viaje y unos cuantos cientos de personas más) el día 4 de julio sobre las 9:50 horas, unos minutos antes de que por fin lográsemos embarcar en el avión que debía llevarnos a Túnez. Me ahorraré los detalles del vuelo y de los primero momentos de nuestra llegada a la capital árabe (esto no pretende ser un diario de mi viaje, sino más bien una serie de anotaciones sobre mis impresiones durante el mismo), sólo diré que llegamos muy, muy tarde, prácticamente al otro día, pues ya eran más de las 0:0 horas cuando por fin entramos en la sala del aeropuerto destinada al control de pasaportes. Y aquí precisamente tuvo lugar la primera historia que me parece digna de ser contada y que podría titularse de esta manera:
El hombre sin cara
Sí, un hombre al que le faltaba buena parte de la cara. Como he dicho, estábamos en el aeropuerto de Túnez. Un numeroso grupo de personas, más de 200, nos apelotonábamos en una espaciosa sala, formando varias filas desiguales e informes que se dirigían a los puestos de control aduanero. Allí había multitud de rostros, todos diferentes. Niños, mujeres, hombres, ancianos; pieles blancas y sonrosadas, morenas, negras; cabellos rubios, negros, lacios y ensortijados; y un abigarrado muestrario de prendas y ropas: todos los colores, todas las formas, todos los tejidos. Mis ojos lanzaban rápidas miradas a la sala, sin apenas distinguir los rostros y cuerpos que allí se acumulaban. Hasta que de repente una de aquellas caras atrajo mi atención. Al principio no supe muy bien por qué. Era un hombre negro, ataviado con una túnica típicamente africana y un sombrero con forma de caja circular. Parecía recién llegado de una fiesta en honor de un rey africano. Una enorme y blanca dentadura brillaba en mitad de su rostro y en un principio pensé que no podía distinguir el resto de sus facciones a causa de la extrema negrura de su piel. Luego, cuando le observé mas detenidamente, me di cuenta de que no tenía nariz, ni tampoco labios con que ocultar sus dientes. Si le mirabas de perfil, veías un rostro chato y amorfo como un pequeño saco de patatas; de frente, parecía llevar una mascara de madera (una máscara terrible, con ojos resplandecientes de odio y una sardónica sonrisa en forma de media luna), como si hubiera participado en alguna ceremonia salvaje y hubiera olvidado quitársela. Era, sencillamente, una visión espantosa. Sin embargo, nadie de los que allí estaban, turistas civilizados y presumiblemente poco acostumbrados a estas muestras de exotismo descarnado, parecía advertir la presencia de nuestro hombre, que, como todos, avanzaba lentamente hacia los puestos de control en medio de la indiferencia general. Quizá cada miembro de aquel batallón turístico estaba pensando en sus cosas: en el tiempo que había perdido en el aeropuerto, en esas pastillas para el estreñimiento que habían olvidado, en esa mancha de tomate que se habían echado en su camiseta más bonita, en cuántas pesetas serían un dinar, en esa llamada que tendrían que hacer nada más llegar al hotel, y un sinfín de cosa por el estilo. Quizá los que se fijaban en él, no querían volver a mirarle a la cara, para que así, su terrorífica máscara no se colase en sus sueños de turista ilusionado y les aguase el resto de las vacaciones.
Por mi parte, decidí sumarme a la indiferencia de mis compatriotas y no dije nada a mis compañeros de viaje. Tampoco deseaba que ellos comenzasen su viaje por Túnez con una impresión tristemente desagradable. Dejé de mirar al hombre sin cara y, como un turista feliz y desconectado del mundo, seguí avanzado hacia el control de pasaportes.

martes, julio 26, 2005

La vuelta

Ya estoy aquí de nuevo. Y lo digo en un doble sentido. Porque ya estoy aquí de nuevo, en este mi blog, en el que hacía mucho tiempo que no escribía; y ya estoy aquí de nuevo, en Madrid, tras mis vacaciones en Túnez. Han sido unos días maravillosos. Sol, desierto, playas, camellos, arena en los ojos y en la boca... En fin, las clásicas vacaciones de un ciudadano occidental en un país en vías de desarrollo. He vuelto, pero no es un retorno triste y frustrante. No. Las vacaciones representan casi siempre una oportunidad para viajar, conocer gente, descansar, practicar nuestros hobbies, romper con la rutina diaria y olvidarse del mundo durante unos días -un periodo de adorable excepcionalidad intercalado en la uniformidad de nuestra vida-; pero no por ello, debemos despreciar el resto del año. Sería como comernos la guinda y dejar en el plato la tarta de nata. La vida continúa y eso, de por sí, es una maravilla. Asistamos, pues, al milagro diario con nuestra acostumbrada perplejidad y disfrutemos del resto del viaje.

Por cierto, hablando de viajes, voy a tratar de poner por escrito mis experiencias como turista en Túnez. Experiencias, vivencias y, sobre todo, reflexiones surgidas a lo largo de mi viaje. No sé cómo llamaré a estas notas viajeras... No quiero ponerme en plan trascendental. Yo vi cosas, cosas que me hicieron pensar, y como tal vez, puedan interesarle a alguien, aquí van.

sábado, mayo 21, 2005

Lápiz y papel

En algún lugar de este planeta hay un nuevo Cervantes, un nuevo Shakespeare, un nuevo Homero, esperando su momento de gloria. Este genio ignorado reune todas las cualidades que hacen de un escritor un autor excepcional: talento, chispa, imaginación, lenguaje florido, intuición psicológica, capacidad introspectiva, instinto. Le faltan, sin embargo, dos elementos imprescindibles para hacer realidad su magna e influyente obra: lápiz y papel.

domingo, mayo 15, 2005

El gran egoísta

Lo confieso. Yo no leo blogs. Al menos, no los leo con asiduidad. La mayoría de los que he encontrado me parecen banales, frívolos, carentes de interés, y, sobre todo, mal escritos, pésimamente redactados. Mi amigo P. (que entiende mucho de estas cosas modernas) me ha recomendado alguno que otro que no está mal, pero en general, los blogs de mis congéneres me aburren soberanamente. Francamente, prefiero leer una novela, un buen poema, un buen cuento... Y sin embargo, nada me gustaría más que mi blog fuese leído por millones de personas, por todo el planeta, por el universo entero... ¿Egoísmo? ¿Egocentrismo? Pues tal vez sí, por qué negarlo. No soporto los blogs de los demás, pero quiero que se traguen el mío. En fin, nadie es perfecto.

martes, abril 26, 2005

Forever young

Hace unos días un buen amigo me llamó por teléfono y me propuso que fuéramos a ver un concierto de rock. No, no tocaba ninguna estrella del rock and roll o del pop, ningún grupo emergente o de vanguardia. Actuaba su hijo: un chaval que no llegará a los 20 años y que toca el bajo con el mismo entusiasmo con el que yo tocaba la guitarra a su edad. Viéndole, en aquel local lleno de chicos y chicas jóvenes, y mientras trataba de que su padre no me empapara la camisa con las babas que derramaba por su retoño, me sentí más viejo que nunca. ¿No debíamos ser su padre (mi amigo es pianista y compositor aunque no viva de la música) y yo (que me precio de gran guitarrista) los que teníamos que estar allí arriba, en el escenario? Cuando finalizó la actuación y tras los saludos y felicitaciones de rigor, miré mi reloj. Las once y cuarto. Tengo que irme. Mañana tengo una reunión (mentira cochina) y debo levantarme temprano.
Salimos a la calle y, como siempre que me ha sucedido cuando abandono un sitio cerrado y atestado de personas, la frescura del aire nocturno disipó mis angustias y restituyó mi alegría vital. En fin, qué más daba: por mucho que pasase el tiempo, en mis sueños seguiría siendo eternamente joven.

lunes, abril 18, 2005

Sobre el Yo

El hecho de que en el 75% de las fotos que aparecen en este blog salga yo, podría producir la falsa impresión de que el autor de los textos es un narcisista exacerbado. Nada más lejos de la verdad. Lo que realmente sucede es que no tengo más fotos que estas y algunas de paisajes que amablemente me envían ciertas personas y que de momento no he incluido porque no vienen mucho a cuento. Así que de momento me limito a poner las que tengo y sobre las que puedo hacer algún comentario. Sí, éste que aquí veis soy yo. En esta ocasión, mi retrato aparece impreso en la superficie de lo que da la impresión ser un suéter o un jersey. ¿Distorsión? ¿Deformación? ¿Permitiría un narcisista semejante tratamiento visual? Pues tal vez sí, pero éste no es el caso. En cualquier caso, este blog es un blog bastante particular y subjetivo, centrado exclusivamente en mis opiniones sobre lo que acontece en el mundo y sobre las impresiones que recibo de éste. Resulta evidente que no se trata de un blog temático y que todas las opiniones vertidas son completamente personales. Visto desde este punto de vista, he de reconocer que este blog es meramente un ejercicio de puro narcisismo. Rezuma subjetividad por todos lados. Pero ¿es posible hallar algo de objetividad en este mundo? Creo que no. Al fin y al cabo, todos analizamos y sentimos el universo, lo que nos rodea, desde un punto de vista exclusivamente personal. No existe nada más que nuestro pensamiento, no hay más ojos y oídos que los nuestros. De hecho, siempre me he preguntado, desde mi tierna infancia (así de raro era y soy), cómo seremos cada uno en realidad. Quiero decir, la imagen que de nosotros tenemos es la que reflejan los espejos, la que captan las fotografías y las cámaras de cine y vídeo; muy bien, pero no dejan de ser nuestros ojos los que reciben esa información visual y nuestro cerebro el que la procesa y la convierte en imágenes. Así que, en realidad, nunca sabremos cómo somos realmente. Sólo, cómo nos vemos, como nos entendemos. La ciencia demuestra que los animales ven el mundo de una manera que no tiene mucho que ver con la nuestra. El universo, desde el punto de vista de un caballo, es completamente diferente al mundo que nosotros percibimos y sentimos. ¿Cuál es la realidad de la realidad? ¿Son las cosas como creemos que son o son de otra manera? El solipsismo es una corriente filosófica que admite la existencia de uno mismo, de los pensamientos y sentimientos del individuo pensante, pero que reconoce la imposibilidad de demostrar la existencia del resto del universo. Es decir, yo sé que existo, porque pienso y siento, pero no sé si lo demás no es sino fruto de mi imaginación, un sueño, una fantasía, una percepción que no posee entidad real. No es una tontería. Descartes, en su Discurso del Método, se enfrentó con mucha seriedad al problema y necesitó la ayuda de Dios para poder demostrar la existencia de un universo real más allá del propio pensamiento. ¿Y ustedes qué opinan?

martes, abril 12, 2005

Escribir

Cada día aparecen en la Red unos 35.000 nuevos blogs o bitácoras (así llamamos en castellano a esta especie de diarios electrónicos que según algunos constituyen el fenómeno más novedoso y esperanzador de las nuevas comunicaciones), pero más del 90% desaparecen a los pocos meses. ¿Motivos? Fundamentalmente, abulia, dejadez, falta de vocación; en definitiva, que la gente se cansa y decide dedicar su tiempo a otros menesteres más productivos como echarse la siesta o hurgarse en la nariz. La verdad, no me extraña. Yo lo comprendo perfectamente. No creo que haya habido un solo escritor en la historia de la literatura al que no se le haya planteado alguna vez la duda entre seguir escribiendo, desperdiciando así los mejores años de su juventud, o simplemente vivir tranquilamente y sin preocupaciones como cualquier otro hijo de vecino. Escribir, digan lo que digan, es una acto heroico, un acto que nos ennoblece y nos ensalza como seres humanos, pero que al cabo no resulta tan gratificante como atragantarse con una buena mariscada o rascarse la espalda con un palo. Por eso, muchas veces los que queremos escribir, nos obligamos a escribir. "Escribe, escribe", grita tu enojada conciencia, "escribe, aunque sólo sea una línea. Sólo es escritor el que escribe". Bueno, eso último no me lo creo. Rulfo y otros muchos escritores se tiraron sin escribir casi toda su vida y todo el mundo les sigue considerando escritores. ¿Y Rimbaud? Dejo de escribir a los 18 años y se fue a vender armas a Etiopía. Y nadie pone en duda su valor literario como uno de los grandes de la poesía gala. En fin, cosas que pasan.
Pero bueno, yo ya no sé porque escribo esto, qué tiene que ver con el tema de los blogs. Ah, sí. Todo este discurso ha surgido porque he comentado al principio que más de un 90% de los blogs que aparecen diariamente en la red desaparecen al cabo de unas pocas semanas. Blogs de vocación escasa y vida efímera. ¿Cuánto durará el mío? Nadie, ni yo mismo, puede saberlo. Su redacción constituye para mí un magnífico ejercicio de estilo, una responsabilidad auto impuesta que me obliga a escribir de vez en cuando aunque sólo sea por una cuestión de vanidad artística, un pequeño escaparate donde exhibir ante el mundo mis ideas, mis sentimientos y mis elucubraciones. Pero el fantasma de la desgana nos acecha constantemente a todos los que decimos que queremos ser escritores y escribir. Tal vez un día, desesperanzado y agotado, decida sepultar este blog en el olvido. Pero hoy, desde luego, no es ese día.

sábado, marzo 26, 2005

Física, imaginación y "agujeros negros"

Leo un artículo sobre Stephen Hawking, el genial físico británico que ha teorizado sobre la existencia de los "agujeros negros" en el universo, y a quien una terrible enfermedad, la esclerosis lateral amiotrófica, mantiene recluido en una silla de ruedas. La enfermedad le fue diagnosticada con poco más de veinte años y desde entonces su capacidad de movimiento se ha ido reduciendo paulatinamente con el transcurso de los años. Hoy en día, Stephen Hawking ya no puede hablar, por lo que se comunica gracias a un sintetizador de voz conectado a un teclado de ordenador que acciona gracias al poco movimiento que aún le queda en la mano izquierda. Su voz cibernética y metálica continúa hablándonos de las maravillas del universo, desvelándonos sus secretos, aportando luz donde sólo había oscuridad. Podríamos describir a Stephen Hawking como una de las mentes científicas más relevantes de nuestro tiempo encerrada en un cuerpo débil e inane. Una curiosa paradoja que parece sugerir la existencia de factores que quizá no dependan de las leyes de la Física y que sin embargo doten al universo de un significado que escapa a nuestro entendimiento. ¿Cuántas veces habrá meditado sobre el tema el propio Hawking? ¿Por qué a mí? ¿Por qué? Y ese "por qué" abarcará una doble interrogante: ¿Por qué esta cruel enfermedad? ¿Por qué tanta inteligencia?
Stephen Hawking se ha propuesto averiguar las verdades últimas del Universo. Esas preguntas que, lejos de ser retóricas, nos inquietan y constituyen motivo de angustia para la mayoría de los seres humanos en algún momento de su existencia. Me refiero a los consabidos: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? Según el científico británico es posible saber las respuestas y él está muy cerca de alcanzarlas. Su cerebro está en pleno funcionamiento, compitiendo contra el tiempo y la enfermedad en una dura carrera cuya meta no es otra más que el conocimiento total y absoluto: la omnisciencia. Pues bien, yo que no soy científico, no puedo sustraerme a la tentación de imaginar un posible final para esta historia. Un final que quisiera ser "borgiano", que podría ser digno colofón para esta historia de ironías y paradojas como es la de Stephen Hawking. Venga, cerrad los ojos y dejad volar vuestra imaginación por unos momentos. Tras muchos años de esfuerzos mentales, Stephen Hawking ha conseguido averiguar esas verdades a las que antes aludía. Sabe por qué estamos aquí, quiénes somos, adónde vamos, todo eso. Ahora conoce las leyes del universo como los jueces conocen el código penal. Y también, cuál es nuestro futuro, y el sentido de todas las cosas, el de nuestra existencia. En definitiva, lo sabe todo. Henchido de satisfacción, se dispone a dar la noticia al mundo, a transmitir sus conocimientos a la Humanidad, como un nuevo Prometeo anclado en una silla de ruedas, pero entonces, sólo entonces, se da cuenta de que ha perdido definitivamente su ya escasa capacidad de movimiento. Ya no puede accionar el teclado que le mantiene en comunicación con el mundo. Apenas puede respirar. Stephen Hawking ha quedado reducido a un vegetal pensante. Los miembros del equipo que le atiende le miran con benevolencia; él les mira con una pena infinita. En su cerebro se almacenan todos esos conocimientos que el Hombre ha buscado incansablemente desde el principio de los tiempos, las repuestas a todas las preguntas. Y sin embargo, nunca saldrán de allí, nunca traspasarán la frontera de su mente. Stephen Hawking llora en silencio. Le gustaría gritarles a todos que él sabe lo que está pasando, de qué va el Universo, por qué somos así, pero no puede, su boca está sellada, y cuando su cerebro muera, morirán con él todos sus conocimientos, todas las respuestas. Entonces, tal vez, Hawking piensa en Dios, Y averigua una última verdad de propina. Las circunstancias de su vida no dejan lugar a dudas: Dios le ha gastado una broma, ha estado jugando con él todo el tiempo. Tal vez sea el precio que haya que pagar por saberlo todo: saberlo y no poder contarlo. Entonces, Hawking sonríe interiormente y muere.
Venga, no digáis que a Jorge Luis no le gustaría.

martes, marzo 01, 2005

¿Un paraíso helado?

Esta foto la hizo mi mujer con su móvil. Y me viene muy bien para ilustrar el comentario que hice ayer acerca de la nieve. ¿A quién le puede gustar esto? Sólo a los osos polares y a los pingüinos. Yo, particularmente, preferiría estar en una soleada playa del Mediterráneo o del Caribe.

lunes, febrero 28, 2005

Ramillete de impresiones

Como dicen que dicen los chicos ahora, quedo con un amigo en el Messenger (para quien no lo sepa, el Messenger es una especie de "chat" a dos, que permite mantener conversaciones en tiempo real a través de mensajes escritos). Conversamos. Sobre lo divino y lo humano. Durante cerca de una hora. De repente, como en realidad nos encontramos bastante cerca, decidimos quedar a tomar una cerveza. A las siete. Muy bien. Llegamos al bar. Nos vemos las caras delante de una cerveza, una tónica y un pincho de tortilla helado. Sonrisas, palmadas, los típicos rituales de confraternidad masculina. Al principio, todo parece marchar bien. Intercambiamos algunas palabras, nos interesamos por nuestras respectivas, hablamos de ese amigo común que utilizamos a menudo para vertebrar algunas de nuestras conversaciones. Pero algo falla. Nuestra charla languidece, las frases no llegan a buen puerto, las palabras carecen de fuerza. Ambos luchamos denodadamente contra el silencio. Cosa curiosa. Hace una hora estábamos tecleando furiosamente todos nuestros pensamientos, en la pantalla de nuestro ordenador surgían torrentes de palabras, ideas, emociones. Y ahora que estamos uno al lado del otro, nos cuesta hablar. Tal vez sea que no nos gusta lo que vemos, esas arruguitas en el rostro del otro que nos recuerdan a las nuestras, esa frente despejada que podría ser la nuestras (ocultos en el anonimato que nos procura la cibernética todos somos más jóvenes y más altos, incluso más guapos e inteligentes); tal vez el ordenador se nos comió la lengua. No sé. Afortunadamente, la mujer de mi amigo viene a recogerle en coche. Nos despedimos apresuradamente. Adiós, adiós. Hasta la próxima. Nos vemos en el Messenger.
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Voy en un taxi por la Castellana. De pronto, surge ante mis ojos la silueta ennegrecida y ruinosa del edificio Windsor. Nunca me había fijado antes en él. Durante unos segundos contemplo el viejo rascacielos con interés morboso. El edificio exhibe ahora una belleza extraña e inquietante. ¿Es la opinión de un esnob? Ni mucho menos. Al fin y al cabo, cuando viajamos a Grecia o a Egipto nos hacemos fotos delante de edificaciones en peor estado, a veces nada más que piedras abandonadas en medio de un erial, que sin embargo a todos nos parecen hermosas y dignas de admiración. Pero además, este nuevo Windsor (sin duda alguna, su nombre le cuadra mucho mejor ahora, por lo decadente del apellido) encierra un significado mucho más profundo. ¿No os recuerda a uno de esos edificios que se ven en los reportajes sobre Beirut o Irak? A mí sí. De modo que por arte de magia (o del fuego), hemos transplantado un trocito de Oriente Medio a nuestro querido Madrid. Y tal vez sea eso lo que nos ha querido decir el fuego: recordad, idiotas que camináis por la calle Orense la Castellana en dirección a El Corte Inglés, recordad, todavía hay guerras ahí fuera.

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Ha nevado copiosamente en Madrid. Salgo a la calle. Las calles están cubiertas de blanco, todos los coches van pintados de blanco, las ramas de los árboles se inclinan bajo el peso de la nieve. La gente tiembla de frío, los ancianos caminan peligrosamente sobre el asfalto helado, todo el mundo trata de no escurrirse, de no pegársela y acabar con una pierna rota. Más de uno se abrirá hoy la cabeza. Sin embargo, todos mis vecinos y vecinas parecen felices. Sonríen. Sus ojos brillan de alegría. Imposible determinar si el rubor de sus mejillas es una consecuencia del frío o una manifestación más de su desbordante entusiasmo. Viéndoles hundir sus manos en la nieve uno podría pensar que sin duda aceptarían como un mal menor la hipotética amputación de sus dedos en caso de que éstos se congelasen si así pudieran seguir lanzándose bolas de nieve. La verdad, nunca he comprendido la fascinación que esta materia blanca caída del cielo ejerce sobre mis semejantes. La nieve no es más que nieve: la materialización de un fenómeno atmosférico que entre otras cosas provoca accidentes, roturas de huesos, gafas rotas, congelaciones, aísla pueblos, bloquea carreteras, impide que los aviones vuelen, además de crear el ambiente ideal para que los virus de la gripe salten de una persona a otra con elegancia deportiva. La pasión que mis congéneres (¿de verdad son mis congéneres?) demuestran por la nieve es impropia de una especie que ha alcanzado la Luna y ha clonado ovejas.

martes, febrero 08, 2005

Haciendo de crítico de cine

El viernes fui a ver “Alejandro Magno”, la última película de Oliver Stone. Me gustó. Creo que es una buena película de género histórico. Bien dirigida, con una interpretación razonable y con un guión muy dinámico que mantiene el interés del espectador durante sus casi 180 minutos de metraje. A destacar: la impresionantes imágenes de las ciudades de Alejandría y Babilonia, que satisfacen los deseos de cualquier aficionado a la Historia; la recreación de la batalla de Gaugamela, la belleza de Angelina Jolie (“Lara Croft”) en el papel de Olimpia, madre de Alejandro; la radical transformación de Val Kilmer (“Batman”, “The Doors”) en un desfigurado Filipo de Macedonia; y la valentía de Oliver Stone al mostrar sin demasiadas censuras algunos de los aspectos más polémicos de la vida del conquistador macedonio.
Sin embargo, la película también presenta algunos “fallos”. Por ejemplo, el personaje de Olimpia parece inmune al paso del tiempo. Su rostro se mantiene terso y resplandeciente durante todo el filme, a pesar de que al final del mismo, Angelina Jolie interpreta a una mujer que, siendo muy optimista en los cálculos, ronda la cincuentena. También resultan pintorescas, por anacrónicas, la soflamas que Alejandro pronuncia ante sus falanges animándolas a enfrentarse a los persas en nombre de su propia libertad como hombres y en la de los pueblos sojuzgados por Darío, rey de los persas. Ningún historiador serio aplicaría a Alejandro Magno el epíteto de “libertador”, más bien, todo lo contrario. Alejandro fue el típico rey de la Antigüedad, influido por la mentalidad y las circunstancias de su tiempo y jamás hubiera apelado a conceptos como “libertad” o “dignidad”. De hecho, reprimió duramente la rebelión de las polis griegas, que hasta ese momento habían encarnado el espíritu “democrático” de la época. Durante una década se dedicó a conquistar y crear un imperio y para ello no dudó en arrasar ciudades, masacrar pueblos, vender miles de prisionero y ejecutar rivales. Lo que sí es cierto (como de hecho refleja el filme de Oliver Stone) es que siempre trató de atraer las simpatías de los pueblos que conquistaba, respetando su cultura y su religión, estableciendo lazos de amistad con la aristocracia local y adoptando muchas de las costumbres del mundo oriental. Probablemente, Alejandro soñó con crear un imperio que sirviese de nexo de unión entre Europa y Asia, entre el Occidente racional y el Oriente místico. Evidentemente, no lo consiguió.
Por cierto, dos días más tarde, el domingo, volvieron a echar “Espartaco” por televisión y pude constatar la enormes disimilitudes entre ambas películas. Pero eso se merece otro comentario. Quizá más adelante.

lunes, febrero 07, 2005

Sobre los móviles

De acuerdo, son increíblemente útiles, salvan a montañeros y automovilistas perdidos, transmiten mensajes de amor y paz, avisan a los servicios de urgencia, y también sirven para decir a tu mujer que el autobús no aparece y que llegarás tarde a cenar, o para que tu hija adolescente te tranquilice esa primera vez que va a la discoteca light... Muy bien, pero también desvelan algunos de los aspectos más desagradables y deprimentes de la existencia humana. Estoy hablando de los teléfonos móviles. No, no se crean, yo llevo uno en el bolsillo, y más de una vez me ha sacado de un aprieto... Los móviles no tienen la culpa de la imagen que ayudan a proyectar de sus dueños... Son éstos los culpables. El problema de los móviles es que cuando los utilizamos nos olvidamos de dónde estamos. Y también de las personas que nos rodean en ese momento. Estos pequeños aparatitos establecen una especie de franqueza universal, donde no caben pudores e inhibiciones. Y da igual el lugar donde recibas o hagas la llamada. Yo he oído a una mujer relatar sus problemas con la menstruación en un autobús atestado de gente, y a otra contar en público la historia de sus hemorroides. Pero esta aparente falta de recato no es exclusiva del género femenino. Los hombres también "rajan". No es extraño encontrarse en el autobús a uno de esos tipos trajeados y con corbata empeñados en que los demás sepamos cuánto trabajan, que importantes son, amén de mil detalles anodinos y aburridos sobre la labor que realizan y sobre la empresa en la que pasan la mayor parte del día. Apuesto a que gritan para que les oigamos y quedemos fascinados por el volumen de ventas que ellos consiguieron solitos, o nos sintamos partícipes de las conclusiones alcanzadas en la última reunión. Oh, callaos, dejadnos leer o simplemente contemplar la calle por la que vamos. Acostumbrados nuestros oídos al perenne rumor de la ciudad, a esa amalgama sonora compuesta de cláxones, gritos, pitidos, crujidos, máquinas en funcionamiento, voces y suspiros, no vengáis a alterar nuestra precaria paz con esos graznidos que llamáis conversación telefónica.

jueves, febrero 03, 2005


De nuevo, soy yo. Sí, ya sé que hace unos minutos he publicado otra foto, pero tengo que practicar y  Posted by Hello


Este soy yo. ¿Qué os parezco? Tal vez no sea una de mis mejores fotos, pero es la primera que publico. A partir de ahora tendréis podréis visualizar un rostro mientras leéis mis palabras. Por favor, no lo utilicéis para tirar dardos. Posted by Hello

jueves, enero 27, 2005

Sobre el Holocausto

Hoy hace 60 años que fue liberado el campo de concentración de Auschwitz. El mundo entero se sobrecogió al comprobar los resultados de la barbarie nazi. El Holocausto es sin duda la página más negra de la Historia de la Humanidad. Nunca antes el asesinato había adquirido proporciones semejantes ni se habían empleado métodos industriales para eliminar a tantos y tantos seres humanos. El Holocausto es nuestra peor carta de presentación como especie animal. ¿Para qué tanto desarrollo cerebral, tanta neurona?

Los nazis perseguían la diferencia. Odiaban a los judíos. Pero también a los gitanos, a los homosexuales, a los minusvalidos, a los enfermos y disminuidos mentales, a los comunistas, a los anarquistas, a cualquiera que no fuera como ellos. Nadie está a salvo. Tal vez, tú que lees estás líneas, te hayas mirado alguna vez al espejo y hayas visto a un hombre o mujer "normal". Pero si alguien quiere encontrar tu diferencia, la encontrará. Quizá sean tus ojos, tus manos, tu modo de hablar, tu oficio, tu origen.... Quizá tu presencia irrite a una nueva clase de nazis, nazis que odian a los lecheros, nazis que odian a los pelirrojos, nazis que odian a los de Cuenca o a los de Pekín... Si queremos evitar un nuevo Holocausto, no olvidemos el de hace 60 años.

lunes, enero 24, 2005

Despues de la fiebre

Todo comenzó el pasado domingo, día 16 de enero. Al principio sólo se trataba de una tos intermitente y no demasiado molesta, de un leve calor en las mejillas y en la frente. Luego, por la tarde, mientras veía la televisión comencé a sentirme mareado. Mi tos aumentaba y cada vez sentía más caliente la frente. Decidí tomarme la temperatura: 37 y medio. Entonces, me di cuenta de que muy probablemente había agarrado la gripe. Ya nada podía hacer para evitarla: sólo tratar de pasarla cuanto antes y lo mejor posible.
En fin, pensé, por lo menos tendrás tiempo para leer y escuchar la radio. El lunes por la mañana amanecí ardiendo y con dolores por todo el cuerpo. No me gusta demasiado ir al médico, pero esta vez rogué que se llamase a uno. Hundido en la cama, cubierto hasta la mitad de la cara por las sábanas y colchas, empapado por el sudor, mortificado por un dolor constante y general, apenas podía escuchar la radio y mucho menos leer. Entonces, maldije a todos los virus del universo y les juré odio eterno. LLegó el médico, que sólo confirmó lo que ya sabíamos. Ahora, lo único que podía hacer era dejar pasar el tiempo, tomar paracetamol y beber líquidos. Aquel lunes apenas comí, aunque ya por la noche devoré un pez al horno. Leí un cuento de John Cheever y otro de Poe. Filosofé. Como afirma el viejo adagio, "lo importante es la salud" y lo demás son tonterías. Cómo echaba de menos dar una vuelta por la calle, sentir el sol en mi cara, respirar aire puro. El martes por la tarde me encontraba ya mucho mejor, así que me levanté de la cama y me vestí. Sustituir una vieja camiseta de dormir por un jersey y unos pantalones largos suponía un pequeño gesto cargado de significado: dejaba de ser un enfermo encamado para convertirme en un enfermo enclaustrado. Seguí leyendo. Ahora le tocaba el turno a varias "Novelas Ejemplares". Mientras tanto, mi enfermera particular se había puesto también enferma. Se acabaron los mimos y los privilegios. Ahora era yo el encargado de las medicinas y de hacer la comida. El pollo con vino blanco me salió aguado; me quemé los dedos haciendo una sopa. El jueves salí a la farmacia. Mientras caminaba por la calle, tuve la impresión de estar haciéndolo por un mundo recién creado, casi virginal. El sol parecía emitir sus primeros rayos. Las aceras lucían como nuevas. El aire carecía de olores. Después de comprar las aspirinas, me senté en un banco y dejé que el sol calentase mi rostro y mis manos. Cuando uno no puede disfrutar de esas cosas sencillas, se da cuenta de lo que valen realmente. Durante los siguientes días, mis salidas a la calle se hicieron cada vez más frecuentes y largas. Había desaparecido la fiebre. Apenas tosía. Comenzaba a sentirme bien. Había superado la maldita gripe.

martes, enero 18, 2005

Dos curiosas señoras

Siempre me han gustado esos restaurantes baratos donde comen los obreros de la construcción, los empleados de banca y los matrimonios de jubilados sin fuerzas para hacerse la comida. Tal vez se deba a mis orígenes sociales o al amor que siempre he profesado a la vida, pero me encanta el ambiente que se respira en estos restaurantes, a pesar de que la calidad del vino que sirven hace que resulte imprescindible mezclarlo con gaseosa o de que los en muchos de estos locales los manteles sean de papel.
Hoy he comido en uno de ellos: potaje de garbanzos y salmonetes. ¡Y qué bueno estaba todo! ¡Qué tiernos estaban esos garbanzos! ¡Y qué sabrosos salmonetes! Pero lo mejor era el alimento que había allí para mis oídos y mis ojos. Un critico inglés del siglo XIX cuenta en uno de sus libros que un día tuvo la oportunidad de visitar el despacho donde Charles Dickens escribía sus novelas y narraciones y se quedó sorprendido al ver los pocos libros que contenían las estanterías del autor de "Oliver Twist" (uno de los escasos volúmenes que había era el Quijote). Parece ser que Dickens apenas leía. Para crear los numerosos personajes, tipos y ambientes que retrataba en sus novelas se inspiraba en lo que veía y oía durante sus largos paseos matinales por el Londres decimonónico. No le hacía falta nada más. Por mi parte, siempre he pensado que basta con aguzar el oído y ser un buen observador para ser testigo de infinidad de situaciones interesantes dignas de convertirse en un relato. No, no es que anhele ser un escritor costumbrista (nada me espanta más) pero sí creo que la realidad está cuajada de multitud de puntas (de links que diríamos en lenguaje informático), que al tirar de ellas arrastran y desvelan multitud de historias sorprendentes.
Por ejemplo, el restaurante del que os estoy hablando se ha convertido durante una hora en un escenario donde entraban y salían toda clase de personajes. En primer lugar, los camareros que servían. Uno de ellos, un mulato dominicano, pequeño y vivaracho; el otro, un larguirucho marroquí de gestos y maneras suaves. Contemplar cómo servían las mesas ha sido todo un espectáculo. El dominicano, que no tenía nada que ver con el prototipo de caribeño que los europeos tenemos en mente, corría por entre las mesas a toda velocidad, servía platos, recogía manteles sucios, traía bandejas llenas, se llevaba platos vacíos, gritaba, contaba chistes, se asomaba a la cocina, se movía por el comedor como un torbellino. El magrebí, en cambio, era un hombre tranquilo y flemático como un lord británico. Servía las mesas pausadamente, recitaba el menú sin alzar la voz, sonreía amablemente. Es evidente que este restaurante no es su sitio: haría mejor papel sirviendo mesas en un crucero o en un palacio. Ambos camareros representan dos figuras antitéticas, como tantas figuras de ficción: Don Quijote y Sancho, el Gordo y el Flaco, etc.
¿Y los clientes? A mi alrededor se desarrollan todas esas pequeñas historias que conforman lo que Unamuno denominaba la intrahistoria. A mi derecha un grupo de amigotes devora una interminable serie de raciones: callos, calamares, lacón, champiñones. A mis espaldas un tipo solitario come bacalao mientras leía un periódico deportivo. Inesperadamente, dos señoronas del barrio de Salamanca, ataviada una de ellas con un collar de enormes perlas, se sienta en una de las mesas para tomar un té. Un ruidoso grupo de chicas jóvenes irrumpe en el restaurante precedidas por sus carcajadas histéricas.
Pero sin duda, las verdaderas protagonistas de esta mini comedia humana son dos extrañas ancianas que esperan mesa sentadas en unos barriles de cerveza. Es difícil determinar su verdadera relación. ¿Hermanas? ¿Amigas? ¿Dos viejas amantes? Ambas visten pantalones y jerseys de colores chillones. Las dos lucen una melena corta y muy blanca que contribuye a acentuar su aire masculino. Son un par de Gertrude Stein vestidas en Saldos Arias. Llevan un buen rato esperando mesa, pero cuando el camarero dominicano les ofrece una, se muestran indecisas, tardan en sentarse, remolonean en torno a las sillas. El camarero, desesperado, les advierte que hay otros clientes esperando, y por fin, toman asiento. Son dos mujeres muy mayores, chepudas con un caminar lento y torturado por la artritis, sin embargo cuando el camarero les recita el menú, escogen potaje de garbanzos y cordero asado. El camarero las mira horrorizado. ¿Dónde les va a caber todo eso? Si se lo comen explotarán y sus huesos quedarán desparramados por todo el restaurante. Les sirven el primer plato y una de ellas, la más encorvada y nerviosa, se levanta y desaparece ante la mirada atónita del dominicano. Su compañera, comienza a comer sin esperarla: primero el pan, luego los garbanzos. Pasan los minutos y la anciana no vuelve. El camarero pregunta por ella y su compañera, que no ha dejado de comer un solo instante, le aclara que se ha ido al servicio. Por fin, aparece la anciana, caminando lentamente, más cargada de espaldas si cabe. Pero antes de llegar a la mesa, hace un renuncio. Se vuelve y se marcha de nuevo, para deseperación del camarero, que no acaba de creer lo que está sucediendo. Al cabo de un rato, vuelve a aparecer. Lleva el bolso medio abierto y en una de sus manos una especie de funda con la forma de supositorio, que podría contener un... No, no puede ser: a estas edades y precisamente en un lugar así. Entonces, reflexiono: seguramente esta mujer es diabética y lo que guarda en esa funda es la jeringa que utiliza para inyectarse insulina. Como he dicho más arriba, es una anciana de movimientos lentos, débil e indefensa en un mundo que siempre corre más que ella, pero en cuanto se sienta a la mesa experimenta una sorprendente transformación. En unos instantes, devora el plato de potaje y casi alcanza a su compañera, que ya se ha comido medio cordero asado. He pedido un café con leche para disfrutar más del ambiente del restaurante y ver cómo acaba la historia de estas viejas damas, pero se me hace tarde y debo irme. Me pregunto qué pedirán de postre. ¿Profiteroles? ¿Tarta de Santiago? ¿Puding? Salgo a calle. Soy uno más de los ciudadanos que caminan por la calle inmersos en su pensamientos y ajenos a los demás. ¿O tal vez no? Quizá los ojos de un nuevo Dickens se hayan fijado en mí y, sin saberlo, mi despistado caminar esté activando los mecanismos secretos de su imaginación que harán que me convierta en uno de los personajes de su próxima novela. ¿Quién sabe?

lunes, enero 10, 2005

Another day in my life

Hola, terrícolas. Son cerca de las 8 de la noche y acabo de salir de mi trabajo. Como comprendereis, me siento algo cansado. Como siempre, me duelen los ojos. Tecleo porque hay que teclear. En realidad, tengo un montón de temas sobre los que hablar...pero no me siento con animo ni en la mejor de las disposiciones. Sigo dándole vueltas al tema de cómo mejorar este blog... No quiero que se transforme en un plomo-blog. Algún día os hablaré de mis crencias solipsistas, pero hoy me limitaré a deciros que odio la lluvia y me gusta que luzca el sol, y que, yendo hacia el trabajo, me encontré con un gato que estaba lamiéndose las patas, que mi casa está hacia el norte, que me gusta el jazz, que ayer cené almejas, y que el mundo, bajo mis pies, sigue dando vueltas. Corto y cierro.

sábado, enero 08, 2005

Una crisis de bolsillo

Se acabaron las Navidades. Apaguemos las bombillitas multicolores. Devolvamos el abeto de plástico al trastero. Nuestros estomagos empachados comienzan a echar de menos su sobredosis diaria de azúcar. Con rostro apesadumbrado volvemos al trabajo. Retornamos a la rutina, a lo que comúnmente llamamos la vida. La vida es café con leche por las mañanas y bostezos a media tarde. Hablemos de crisis. Llevo una semana con este blog y comienzo a experimentar cierto cansancio, cierta abulia. He visoto otros blogs. Hay algunos realmente buenos... Temáticos, con muchas fotos,con mucho diseño...El mío es bastante vulgar... Necesito algo de acción. Quiero cambiar el diseño... Hacerlo más llamativo... Necesito impactar, conmocionar, turbar... Yo soy un provocador...Je suis le surrealisme... Salvador, socórreme... Mis bigotes engominados comienza a elevarse, a curvarse, sus puntas buscan mis ojos desorbitados.... Prometo impresionaros...

PD: Os incluyo un link que por su tremenda factura no puede ser sino un ejemplo meridiano de surrealismo cibernético: http://www.angelfire.com/sd/saldali/

lunes, enero 03, 2005

Cansado

Me duelen los ojos. Demasiado ordenador. Es muy duro esto de hablar al planeta Tierra. Y quizá para que después nadie me lea. Aunque nunca se sabe. Mira lo lo que le pasó a Homero. Quién le iba a decir que 3000 años después de quedarse ciego escribiendo la Odisea, se convertiría en un mito y sus libros figurarían en los programas de estudio de casi todos los sistemas educativos razonables. Y no digamos Cervantes: la verdad, no creo que sospechase jamás que 400 años después de su muerte recibiría un homenaje de dimensiones tan universales como para admitir la participación de millones de personas que jamás le han leído. Nunca se sabe, la verdad. Por eso, lo mejor es probar. Más vale un fracaso real, que un sueño no realizado.

sábado, enero 01, 2005

Un cuaderno en blanco

2004 ya quedó atrás, pero no demasiado lejos. Casi podemos tocarlo todavía. Unas cuantas horas atrás en el tiempo y volveríamos a 2004. Vamos, nos bastaría con poseer una Máquina del Tiempo de andar por casa, Así que tenemos todo un año por delante. Un año nuevo es como un cuaderno con todas las hojas en blanco. Te da algo de pena utilizarlo, pintarrajear o escribir en la primera hoja... Es como cuando estrenas una camisa nueva o cuando tienes en la mano un fajo de billetes nuevos, recién impresos... y no quieres gastarlos, porque sabes que con el primer euro que entregues en una tienda, se terminará la ilusión de ser rico por unos instantes. Se está acabando el primer día de enero de 2005 y tratamos de apurar estás últimas horas del flamante año...No queremos que se acaben...porque cuando mañana sea 2 de enero, el año 2005 ya habrá sido usado por todos, por ti, por mí y a todos, reconozcámoslo, nos gustan las cosas nuevecitas. Además, mientras no pase este día, el primer día del año, aún mantendremos la ilusión de que va a ser mejor que el 2004, (algunos dirán, “me conformo conque sea como el anterior)... Mañana será un día de los de siempre, un día normalito, con todos sus problemas, y con todas sus pequeñas alegrías. Pensarán que estoy resacoso y que por eso digo tantas tonterías. Se equivocan. El vino te emborracha pero no te vuelve filósofo de pacotilla.