lunes, enero 24, 2005

Despues de la fiebre

Todo comenzó el pasado domingo, día 16 de enero. Al principio sólo se trataba de una tos intermitente y no demasiado molesta, de un leve calor en las mejillas y en la frente. Luego, por la tarde, mientras veía la televisión comencé a sentirme mareado. Mi tos aumentaba y cada vez sentía más caliente la frente. Decidí tomarme la temperatura: 37 y medio. Entonces, me di cuenta de que muy probablemente había agarrado la gripe. Ya nada podía hacer para evitarla: sólo tratar de pasarla cuanto antes y lo mejor posible.
En fin, pensé, por lo menos tendrás tiempo para leer y escuchar la radio. El lunes por la mañana amanecí ardiendo y con dolores por todo el cuerpo. No me gusta demasiado ir al médico, pero esta vez rogué que se llamase a uno. Hundido en la cama, cubierto hasta la mitad de la cara por las sábanas y colchas, empapado por el sudor, mortificado por un dolor constante y general, apenas podía escuchar la radio y mucho menos leer. Entonces, maldije a todos los virus del universo y les juré odio eterno. LLegó el médico, que sólo confirmó lo que ya sabíamos. Ahora, lo único que podía hacer era dejar pasar el tiempo, tomar paracetamol y beber líquidos. Aquel lunes apenas comí, aunque ya por la noche devoré un pez al horno. Leí un cuento de John Cheever y otro de Poe. Filosofé. Como afirma el viejo adagio, "lo importante es la salud" y lo demás son tonterías. Cómo echaba de menos dar una vuelta por la calle, sentir el sol en mi cara, respirar aire puro. El martes por la tarde me encontraba ya mucho mejor, así que me levanté de la cama y me vestí. Sustituir una vieja camiseta de dormir por un jersey y unos pantalones largos suponía un pequeño gesto cargado de significado: dejaba de ser un enfermo encamado para convertirme en un enfermo enclaustrado. Seguí leyendo. Ahora le tocaba el turno a varias "Novelas Ejemplares". Mientras tanto, mi enfermera particular se había puesto también enferma. Se acabaron los mimos y los privilegios. Ahora era yo el encargado de las medicinas y de hacer la comida. El pollo con vino blanco me salió aguado; me quemé los dedos haciendo una sopa. El jueves salí a la farmacia. Mientras caminaba por la calle, tuve la impresión de estar haciéndolo por un mundo recién creado, casi virginal. El sol parecía emitir sus primeros rayos. Las aceras lucían como nuevas. El aire carecía de olores. Después de comprar las aspirinas, me senté en un banco y dejé que el sol calentase mi rostro y mis manos. Cuando uno no puede disfrutar de esas cosas sencillas, se da cuenta de lo que valen realmente. Durante los siguientes días, mis salidas a la calle se hicieron cada vez más frecuentes y largas. Había desaparecido la fiebre. Apenas tosía. Comenzaba a sentirme bien. Había superado la maldita gripe.