Dos curiosas señoras
Siempre me han gustado esos restaurantes baratos donde comen los obreros de la construcción, los empleados de banca y los matrimonios de jubilados sin fuerzas para hacerse la comida. Tal vez se deba a mis orígenes sociales o al amor que siempre he profesado a la vida, pero me encanta el ambiente que se respira en estos restaurantes, a pesar de que la calidad del vino que sirven hace que resulte imprescindible mezclarlo con gaseosa o de que los en muchos de estos locales los manteles sean de papel.
Hoy he comido en uno de ellos: potaje de garbanzos y salmonetes. ¡Y qué bueno estaba todo! ¡Qué tiernos estaban esos garbanzos! ¡Y qué sabrosos salmonetes! Pero lo mejor era el alimento que había allí para mis oídos y mis ojos. Un critico inglés del siglo XIX cuenta en uno de sus libros que un día tuvo la oportunidad de visitar el despacho donde Charles Dickens escribía sus novelas y narraciones y se quedó sorprendido al ver los pocos libros que contenían las estanterías del autor de "Oliver Twist" (uno de los escasos volúmenes que había era el Quijote). Parece ser que Dickens apenas leía. Para crear los numerosos personajes, tipos y ambientes que retrataba en sus novelas se inspiraba en lo que veía y oía durante sus largos paseos matinales por el Londres decimonónico. No le hacía falta nada más. Por mi parte, siempre he pensado que basta con aguzar el oído y ser un buen observador para ser testigo de infinidad de situaciones interesantes dignas de convertirse en un relato. No, no es que anhele ser un escritor costumbrista (nada me espanta más) pero sí creo que la realidad está cuajada de multitud de puntas (de links que diríamos en lenguaje informático), que al tirar de ellas arrastran y desvelan multitud de historias sorprendentes.
Por ejemplo, el restaurante del que os estoy hablando se ha convertido durante una hora en un escenario donde entraban y salían toda clase de personajes. En primer lugar, los camareros que servían. Uno de ellos, un mulato dominicano, pequeño y vivaracho; el otro, un larguirucho marroquí de gestos y maneras suaves. Contemplar cómo servían las mesas ha sido todo un espectáculo. El dominicano, que no tenía nada que ver con el prototipo de caribeño que los europeos tenemos en mente, corría por entre las mesas a toda velocidad, servía platos, recogía manteles sucios, traía bandejas llenas, se llevaba platos vacíos, gritaba, contaba chistes, se asomaba a la cocina, se movía por el comedor como un torbellino. El magrebí, en cambio, era un hombre tranquilo y flemático como un lord británico. Servía las mesas pausadamente, recitaba el menú sin alzar la voz, sonreía amablemente. Es evidente que este restaurante no es su sitio: haría mejor papel sirviendo mesas en un crucero o en un palacio. Ambos camareros representan dos figuras antitéticas, como tantas figuras de ficción: Don Quijote y Sancho, el Gordo y el Flaco, etc.
¿Y los clientes? A mi alrededor se desarrollan todas esas pequeñas historias que conforman lo que Unamuno denominaba la intrahistoria. A mi derecha un grupo de amigotes devora una interminable serie de raciones: callos, calamares, lacón, champiñones. A mis espaldas un tipo solitario come bacalao mientras leía un periódico deportivo. Inesperadamente, dos señoronas del barrio de Salamanca, ataviada una de ellas con un collar de enormes perlas, se sienta en una de las mesas para tomar un té. Un ruidoso grupo de chicas jóvenes irrumpe en el restaurante precedidas por sus carcajadas histéricas.
Pero sin duda, las verdaderas protagonistas de esta mini comedia humana son dos extrañas ancianas que esperan mesa sentadas en unos barriles de cerveza. Es difícil determinar su verdadera relación. ¿Hermanas? ¿Amigas? ¿Dos viejas amantes? Ambas visten pantalones y jerseys de colores chillones. Las dos lucen una melena corta y muy blanca que contribuye a acentuar su aire masculino. Son un par de Gertrude Stein vestidas en Saldos Arias. Llevan un buen rato esperando mesa, pero cuando el camarero dominicano les ofrece una, se muestran indecisas, tardan en sentarse, remolonean en torno a las sillas. El camarero, desesperado, les advierte que hay otros clientes esperando, y por fin, toman asiento. Son dos mujeres muy mayores, chepudas con un caminar lento y torturado por la artritis, sin embargo cuando el camarero les recita el menú, escogen potaje de garbanzos y cordero asado. El camarero las mira horrorizado. ¿Dónde les va a caber todo eso? Si se lo comen explotarán y sus huesos quedarán desparramados por todo el restaurante. Les sirven el primer plato y una de ellas, la más encorvada y nerviosa, se levanta y desaparece ante la mirada atónita del dominicano. Su compañera, comienza a comer sin esperarla: primero el pan, luego los garbanzos. Pasan los minutos y la anciana no vuelve. El camarero pregunta por ella y su compañera, que no ha dejado de comer un solo instante, le aclara que se ha ido al servicio. Por fin, aparece la anciana, caminando lentamente, más cargada de espaldas si cabe. Pero antes de llegar a la mesa, hace un renuncio. Se vuelve y se marcha de nuevo, para deseperación del camarero, que no acaba de creer lo que está sucediendo. Al cabo de un rato, vuelve a aparecer. Lleva el bolso medio abierto y en una de sus manos una especie de funda con la forma de supositorio, que podría contener un... No, no puede ser: a estas edades y precisamente en un lugar así. Entonces, reflexiono: seguramente esta mujer es diabética y lo que guarda en esa funda es la jeringa que utiliza para inyectarse insulina. Como he dicho más arriba, es una anciana de movimientos lentos, débil e indefensa en un mundo que siempre corre más que ella, pero en cuanto se sienta a la mesa experimenta una sorprendente transformación. En unos instantes, devora el plato de potaje y casi alcanza a su compañera, que ya se ha comido medio cordero asado. He pedido un café con leche para disfrutar más del ambiente del restaurante y ver cómo acaba la historia de estas viejas damas, pero se me hace tarde y debo irme. Me pregunto qué pedirán de postre. ¿Profiteroles? ¿Tarta de Santiago? ¿Puding? Salgo a calle. Soy uno más de los ciudadanos que caminan por la calle inmersos en su pensamientos y ajenos a los demás. ¿O tal vez no? Quizá los ojos de un nuevo Dickens se hayan fijado en mí y, sin saberlo, mi despistado caminar esté activando los mecanismos secretos de su imaginación que harán que me convierta en uno de los personajes de su próxima novela. ¿Quién sabe?