Túnez 2 (Notas en diferido de un viaje)
Continúo con mi historia. Después de superar el control de pasaportes y recoger nuestro equipaje en la cinta transportadora, nos dirigimos al mostrador donde nos esperaba "el hombre de la agencia de viajes". Lo habitual en estos casos, vamos. Eran más de las doce de la noche, estábamos agotados por las largas horas de espera y, cuando tomamos asiento en el autocar que debía conducirnos al hotel, todos pensábamos que éste se encontraba en la capital, a un paso del aeropuerto. Pero nos equivocábamos. Después de una hora corriendo a toda velocidad por las carreteras tunecinas, me acerqué al "hombre de la agencia" y le pregunté si quedaba mucho. Sí, si quedaba mucho. Quedaba cerca de una hora y media. En definitiva, llegamos al hotel casi a las cuatro de la madrugada. Pero esto no era lo peor, lo peor es que al día siguiente debíamos levantarnos a las 7 de la mañana. Pero en fin, qué se le iba a hacer. Así de dura es la vida del turista occidental. Además, cuando uno realiza esta clase de exhaustivos circuitos, suele manifestar una energía extraordinaria y desconocida. Personas que en su lugar de residencia habitual se pelean cada mañana con el despertador, ahora contemplan con una sonrisa el amanecer; estómagos apáticos y melindrosos, que en circunstancias normales serían incapaces de deglutir una mísera galleta, ahora reciben con alborozo toda clase de grasientas viandas; personas que jamás han abierto un libro, que jamás han manifestado el menor interés por los temas históricos, durante estos viajes escuchan boquiabiertos las explicaciones que un guía local da acerca de determinados mosaicos romanos. Es como si nos transformásemos, como si fuéramos otros, como si un superhéroe viajero e incansable se apoderase de pronto de nuestra personalidad. Y ya nos pueden echar horas de viaje o alimentarnos con todo tipo de bazofias, que nosotros siempre querremos ver más, saber más, viajar más. Y efectivamente, a las 7 y media de la mañana ya estábamos todos despiertos, desayunados y esperando con impaciencia el comienzo de nuestro viaje por el desierto. Frente a la entrada del hotel, una nube de turistas revoloteaban nerviosos alrededor de media docena de Land Rovers. Entonces, apareció el guía oficial del tour, un hombre ya entrado en años, moreno y con barba, y que, para nuestra absoluta desolación, se expresaba en un pésimo español, una mezcla apenas inteligible de nuestro idioma con francés e italiano. El Guía nos presentó a los conductores de los Land Rovers en los que viajaríamos, montamos en el vehículo al que habíamos sido asignados, los motores se pusieron en marcha y, oficialmente, dio comienzo el viaje.
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