martes, febrero 08, 2005

Haciendo de crítico de cine

El viernes fui a ver “Alejandro Magno”, la última película de Oliver Stone. Me gustó. Creo que es una buena película de género histórico. Bien dirigida, con una interpretación razonable y con un guión muy dinámico que mantiene el interés del espectador durante sus casi 180 minutos de metraje. A destacar: la impresionantes imágenes de las ciudades de Alejandría y Babilonia, que satisfacen los deseos de cualquier aficionado a la Historia; la recreación de la batalla de Gaugamela, la belleza de Angelina Jolie (“Lara Croft”) en el papel de Olimpia, madre de Alejandro; la radical transformación de Val Kilmer (“Batman”, “The Doors”) en un desfigurado Filipo de Macedonia; y la valentía de Oliver Stone al mostrar sin demasiadas censuras algunos de los aspectos más polémicos de la vida del conquistador macedonio.
Sin embargo, la película también presenta algunos “fallos”. Por ejemplo, el personaje de Olimpia parece inmune al paso del tiempo. Su rostro se mantiene terso y resplandeciente durante todo el filme, a pesar de que al final del mismo, Angelina Jolie interpreta a una mujer que, siendo muy optimista en los cálculos, ronda la cincuentena. También resultan pintorescas, por anacrónicas, la soflamas que Alejandro pronuncia ante sus falanges animándolas a enfrentarse a los persas en nombre de su propia libertad como hombres y en la de los pueblos sojuzgados por Darío, rey de los persas. Ningún historiador serio aplicaría a Alejandro Magno el epíteto de “libertador”, más bien, todo lo contrario. Alejandro fue el típico rey de la Antigüedad, influido por la mentalidad y las circunstancias de su tiempo y jamás hubiera apelado a conceptos como “libertad” o “dignidad”. De hecho, reprimió duramente la rebelión de las polis griegas, que hasta ese momento habían encarnado el espíritu “democrático” de la época. Durante una década se dedicó a conquistar y crear un imperio y para ello no dudó en arrasar ciudades, masacrar pueblos, vender miles de prisionero y ejecutar rivales. Lo que sí es cierto (como de hecho refleja el filme de Oliver Stone) es que siempre trató de atraer las simpatías de los pueblos que conquistaba, respetando su cultura y su religión, estableciendo lazos de amistad con la aristocracia local y adoptando muchas de las costumbres del mundo oriental. Probablemente, Alejandro soñó con crear un imperio que sirviese de nexo de unión entre Europa y Asia, entre el Occidente racional y el Oriente místico. Evidentemente, no lo consiguió.
Por cierto, dos días más tarde, el domingo, volvieron a echar “Espartaco” por televisión y pude constatar la enormes disimilitudes entre ambas películas. Pero eso se merece otro comentario. Quizá más adelante.