lunes, octubre 17, 2005

Túnez 4 (Notas en diferido de un viaje)

Continuaré con la "aventura" por el desierto. Y espero, queridos e inexistentes lectores, que no se aburran con mi relato. Ya sé que en las últimas semanas han tenido que soportar varias sesiones de "vídeo que hicimos en las vacaciones, está muy bien, Mariano le puso música y todo" o de "mira que fotos hicimos de la niña en la playa, está de rica, Marisa sacó cuatro carretes", pero habrán de reconocer que mi diario es algo menos repetitivo, estimula el ejercicio de la lectura y revela parcelas de mi carácter que de otro modo estarían vedadas a la mayoría de los humanos. Pues bien, allí estábamos, corriendo por las carreteras de Túnez en un Land Rover. Habíamos visitado el Anfiteatro de El Djem y un museo de mosaicos romanos y ahora nos dirigíamos a la ciudad de Gabes. Nuestro conductor había puesto uno de los dos casetes que llevaba: música árabe, una variedad de zampoña sonando todo el rato y la voz de un par de sensuales huríes que parecían cantar las delicias de un paraíso no tan perdido. A lo largo de la carretera, surgían pueblos y aldeas cuyos habitantes contemplaban con curiosidad el paso de nuestra comitiva desde el umbral de sus casas encaladas. Decenas de imágenes llegaban a mis ojos sin parar, como plato principal de un banquete para los sentidos que incluía además sonidos, voces, ráfagas de olores, sensaciones térmicas. Al atravesar la calle principal de un pueblo, vi a un hombre que llevaba la cabeza de una vaca bajo uno de sus brazos. En otra calle, nuestro conducto nos señaló entre risas (como si a través de su hilaridad quisiera traslucir su inequívoca occidentalización) a un hombre, vestido con una chilaba negra, con la cabeza tocada con un turbante de igual color y una barba larga y cuadrangular, que soportaba impertérrito el asfixiante calor del mediodía. En Túnez las calles son policromas, múltiples en sensaciones e historias, vivas en el sentido más literal de la palabra. Un rápido vistazo basta para captar un montón de historias cotidianas, de pequeños momentos en la vida de sus habitantes: las mujeres que caminan con aire sabio entre los puestos del mercado, los chiquillos que se dirigen a la escuela, el artesano concentrado en trabajo, envuelto en la oscuridad del taller, el policía que sabe de su poder y autoridad aunque se limite a dirigir el tráfico, los hombres que haraganean en el café, dilatando de manera irreal el té que contiene un minúsculo vaso. Por lo que pude ver, aquella región de Túnez vivía, sobre todo, de la cría de ganado ovino. Robustas ovejas de cabeza negra y afilada pastaban por todos lados, con ese aire apático y un tanto idiota que muestran estos animales. En las orillas de la carretera se alzaban pequeños y destartalados asadores de carne de oveja y carnero, en los que también se sacrificaba a los animales destinados al consumo. Estos establecimientos funcionaban, pues, como una extraña mezcla de restaurante y matadero, y eran el escenario de una macabra y sorprendente situación: los cuerpos muertos de algunas ovejas- despellejados unos, abiertos en canal otros, muchos recién sacrificados- colgaban inertes de los ganchos colocados a la entrada del asador, mientras a pocos metros de allí, otras ovejas pastaban tranquilamente, ignorantes de su destino fatal o, precisamente por ello mismo, resignadas a su suerte. ¿Era ése “el silencio de los corderos” de que hablaba Jodie Foster en la famosa película del mismo nombre? Más bien no, más bien parecía la callada aceptación de lo inevitable. Las ovejas tunecinas viven el día a día sin preocuparse por el mañana; la muerte forma parte de su vida cotidiana, como el pasto que comen o la sombra bajo la que se protegen del sol. Y sin embargo, tal vez algún día llegué una Oveja, la oveja liberadora, cuyos vehementes balidos despejen su mente embotada por tanto conformismo y las anime a salir de su inútil silencio (Orwell dixit).