martes, agosto 08, 2006

Diario de un tonto (A la manera de Leopoldo Ralón) 2

Amaneció. Éste es un hecho que viene repitiéndose cada mañana desde que tengo uso de razón y del que sospecho pudiera tratarse de una especie de Ley Universal o algo por el estilo. Hasta el día de hoy, el sol ha salido siempre, a veces de detrás de unas montañas, otras del fondo del mar, en ocasiones de un modo ostentoso y hasta solemne, otras de manera más discreta, casi sin darme cuenta. En cualquier caso, el astro nunca ha faltado a su cita, aunque desde luego, si se me permite introducir en este escrito una prosopopeya, no se le puede considerar un sujeto demasiado puntual. A veces se presenta a las seis de la madrugada y otras no aparece hasta las ocho. Es por esta razón por la que no acabo de estar seguro de que los movimientos del sol respondan a una Ley Universal. ¿Qué ley podría ser esa que se permite tantas irregularidades?

lunes, agosto 07, 2006

Diario de un tonto (A la manera de Leopoldo Ralón)

Es de noche y, por tanto, no luce el sol. En realidad, tenía pensado escribir algo más interesante, pero se me ha olvidado.

viernes, mayo 19, 2006

Oh, la, la

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París. Un paseo por la orilla del Sena. Turistas aguardando el ascensor que les elevará hasta el último piso de la Torre Eiffel. Puestos de libros de segunda mano, paisajes al óleo, fotos y souvenires. Entramos en Notre Dame pero Quasimodo no estaba allí: solo una turba de turistas japoneses disparando sus cámaras de fotos incesantemente. El metro de París es sucio, húmedo y desangelado. La Cité nos ofrece un cielo limpio y azul, como extraído de un cuadro impresionista. París es ciudad de grandes avenidas, de impresionantes perspectivas donde la mirada se pierde. París es música, es jazz, un luminoso solo de Django Reinhardt que no tiene fin. April in Paris.

jueves, marzo 16, 2006

Túnez 6 (Notas en diferido de un viaje)

Sí, ya se que han pasado más de seis meses desde que hice este viaje por Túnez, que estamos en pleno invierno, que las Navidades han quedado atrás, y que, probablemente, a nadie le interesen mis aventuras en el desierto tunecino, pero hace tiempo me propuse escribir estas notas y pienso hacerlo.

Para hacer más ameno el relato, pasaré por alto los aspectos más prosaicos del viaje –la hora del desayuno, los momentos pasados en el servicio, la compra de souvenires, etc.- y me centraré en aquellos episodios que creo pueden resultar más interesantes para un hipotético lector.

Vamos allá. Como ya sabrá el lector, principiaba el mes de Julio de 2005 y llevábamos dos días recorriendo el sur de Túnez. Aquel día, después de visitar un mercado local y comer en un restaurante de carretera, fuimos a visitar una aldea beduina. Tras recorrer una sinuosa carretera, el Land Rover nos dejó en la falda del monte en cuya cima se hallaba el poblado. Debían ser cerca de las cuatro de la tarde. Un sol esplendoroso achicharraba la tierra y todo cuanto osaba deambular por su superficie. Varios puestos de recuerdos y bebidas, estratégicamente situados, nos recordaban a todos nuestra condición de turistas occidentales. Un sufrido asno soportaba estoicamente el fuego de la tarde. Delante de nuestros ojos, discurría un polvoriento sendero que, retorciéndose como una serpiente enroscada en un tronco, conducía a la cima del monte. Comandados por nuestro guía, varias decenas de turistas emprendimos la subida. A nuestra derecha se alzaba una colina en cuya escarpada ladera, y manteniendo un delicado equilibrio, se erguían varias casuchas aplastadas por el sol. Sudábamos. Nuestros pies levantaban pesadas nubes de polvo. Cuanto más subíamos, más nos separábamos unos de otros, y pronto nuestro grupo se transformó en una discontinua hilera de turistas que, echando el bofe, trataban de alcanzar la cima de la montaña. Habíamos recorrido sólo una cuarta parte del camino, cuando, de repente, aparece un niño de unos once ó doce años que nos saluda mostrándonos su mejor sonrisa. El niño, flaco y renegrido, quiere vendernos una piedra que, según inferimos de su chapurreo, posee cierto valor geológico. Aunque lanza leves destellos como si contuviese algún elemento cristalino, no dejar de ser una piedra corriente y moliente, que sin duda el muchacho ha recogido poco antes del suelo. Sin embargo, es tanta la vehemencia con que nos pide que le compremos el guijarro, que nos apiadamos del muchacho y le damos unas cuantas monedas a cambio de nada. Pero, ay Dios Mío, lejos de contentarle, nuestra pequeña dádiva no hace sino excitar su codicia y comienza a pedirnos más y más monedas. Es una situación angustiosa y triste. La miseria aporrea la puerta tras la cual habita nuestra conciencia de malcriados turistas occidentales. El muchacho insiste en vendernos la piedra y comienza a seguirnos a pesar de que le decimos que no la queremos. Como surgidos de las rocas que jalonan el sendero, aparecen otros muchachos de su edad que nos ofrecen más piedras. Les damos toda la calderilla que llevamos, pero no es suficiente. Ellos saben que tenemos más, que en nuestro país tenemos una televisión panorámica, un reproductor de DVD’s, otro de mp3’s y muchas cosas más. Algunos nos ponen la piedra que tratan de vendernos en la palma de la mano y dan por cerrado el trato. Es triste, pero no podemos hacer nada, tan sólo dejar la piedra que acaban de darnos en el suelo y seguir nuestro camino con ese gesto de indolencia e inflexible determinación que todo buen turista occidental no de ha de olvida echar en su equipaje.
Por fin, llegamos a la cima de la colina. Una pequeña plaza, unas cuantas casas de paredes blancas y resquebrajadas, un puesto de refrescos atendido por un muchacho pelirrojo. Tras una breve disertación sobre la cultura de los beduinos, el guía coge por el hombro al muchacho de los refrescos y lo exhibe ante nuestros ojos como la prueba viviente de la existencia de individuos de origen bárbaro en la población de Túnez. Si, sin duda, son los descendientes de aquellos vándalos que cruzaron el Estrecho en el siglo V. El muchacho sonríe, y si no fuera porque no entiende español, todos creeríamos que se siente orgulloso de sus históricos ancestros. De cualquier modo, al cabo de un rato regresa al negocio de los refrescos, sin duda mucho más rentable que el de la Historia. Abandonamos la plazoleta y emprendemos el regreso a los coches, circundando la cumbre de la montaña y descendiendo por otra ladera diferente a la que hemos empleado para subir. Aún así, y sin que podamos explicarnos cómo lo han logrado, nos vemos rodeados de nuevo por los niños de las piedras. Su tenacidad es, desde luego, admirable. Nos hemos quedado sin monedas, sin bolígrafos, sin gorras, sin caramelos. ¿Qué podemos hacer? Sus miradas ansiosas, sus manos trémulas, el tono acuciante de sus voces infantiles, todos sus gestos y expresiones conforman una acusación dirigida directamente a nuestra conciencia, a la conciencia de la Humanidad entera. Sí, claro que podemos hacer más. Meternos en nuestros flamantes Land Rover, encender el aire acondicionado y mirar, como cobardes, a otro lado. Posted by Picasa

martes, febrero 21, 2006

Paraísos

En las últimas semanas han aparecido en todos los medios de comunicación noticias acerca del descubrimiento de dos auténticos paraísos naturales. Uno de ellos, perdido en la selva de Papúa; el otro, si no me equivoco, en las profundidades marinas del Pacífico. Ambos poseen una tremenda riqueza ecológica. Se han encontrado especies animales y botánicas desconocidas, e incluso, una variedad de canguro que se creía extinguida. Los científicos están gratamente sorprendidos. Los dos ecosistemas, tanto el terrestre como el marino, han permanecido inalterados durante siglos. No es posible hallar en ellos la huella del hombre, ni siquiera la de las tribus indígenas en el caso del ecosistema descubierto en Papúa. Todos los medios de comunicación coinciden en señalar que se trata de dos verdaderos paraísos, probablemente de los últimos, y dicen esto, precisamente porque no se ha encontrado en ellos el más mínimo vestigio de presencia humana. Curioso ¿no? Es decir, que damos por hecho que para que un lugar pueda ser calificado de paraíso debe cumplir una condición sine quanon: hallarse libre de la presencia del hombre. O lo que es lo mismo, un lugar habitado por la especie humana puede ser cualquier cosa menos un paraíso. Posted by Picasa

martes, febrero 14, 2006

Un arrebato de sinceridad

Iba a escribir algo más elaborado, pero estoy cansado y no me da la gana, así que lo dejo para otra ocasión. Quizá mañana.

viernes, febrero 10, 2006

I'm back

Sólo recordar a mis escasos lectores, que, aunque debido a mi larga ausencia pudiera parecer lo contrario, aquí sigo. Espero que en las próximas semanas logre sacar tiempo para publicar nuevas entradas. Dicen que quien mucho abarca, poco aprieta, y creo que ése es mi caso: que si el trabajo, que si los cuentos, que si las lecturas pertinentes, que si la música, que si el vídeo... Uno quisiera ser el Leonardo del siglo XXI, pero se queda en un individuo con muchos "hobbies". En fin, trataremos de remediarlo. Prometo actualizar más a menudo este blog. Así que hasta pronto.

viernes, diciembre 30, 2005

A mis escasos lectores

No creo que vuelva a escribir una nueva nota hasta el año que viene, así que, a todos los que todavía pierden el tiempo leyendo este Diario, feliz Año Nuevo. Que 2006 sea un año bueno para todos. Y no se me atraganten con las uvas.

miércoles, diciembre 28, 2005

Momentum Misticum

Vuelvo de hacer unas compras en el hipermercado. Voy cargado con dos bolsas de plástico llenas de fruta, latas, tarros y productos de limpieza. Como me duelen las manos de tanto peso y estoy cansado, decido meterme por un atajo. Se trata de un camino de baldosas que trepa por una pendiente sobre la cual se asienta un pequeño parque. Son las dos de la tarde y estamos a finales de otoño. Luce el sol y todavía hace calor, pero a medida que avanzo por el camino de baldosas me va envolviendo una atmósfera realmente otoñal. Atrás quedan el ruido del tráfico, el bullicio de la ciudad. Los árboles extienden sus sombras sobre la hierba del parque, que, por estar encajado entre los edificios de una urbanización, se halla sumido en una penumbra que recuerda a la de un bosque. El ambiente es silencioso, apacible, casi monacal. Camino deprisa porque las asas de plástico me hacen daño en las manos, pero al llegar a un claro el sonido del viento detiene mis pasos. Es un suave y atrayente susurro que me habla al oído con un lenguaje mágico y primigenio. Dejo las bolsas en el suelo y me pongo a contemplar el parque. El sol ilumina el claro con una luz pura, casi azulada. El viento se arrastra por el césped haciendo crujir su manto de hojas secas. Escucho atentamente este crujido: miles de hojas entrechocándose unas con otras, rozando su borde, friccionando sus quebradizas superficies contra el suelo. Una delicada sinfonía que sólo el otoño puede ofrecerme. Y entonces, durante unos segundos, me parece percibir el movimiento rotatorio de nuestro planeta, el silencioso quehacer de la naturaleza entera, la lejana presencia de los astros que la luz del sol me oculta, el aliento del Gran Espíritu Universal, que todo lo mueve y del cual todos somos manifestaciones. La belleza embriaga mis sentidos. El cielo azul me parece sencillamente hermoso. Las hojas que el viento hace crepitar, sublimes creaciones de la Naturaleza. Nada me parece casual. Todo es pura contingencia, necesidad absoluta. Me fundo con el Universo, me sumo a su eterna corriente. Soy feliz.

Sin embargo, también soy un hombre del siglo XXI, era prosaica y funcional. Debo atender mis deberes de consumidor. Así que recojo las bolsas de la compra y me apresuro a volver a casa.

lunes, noviembre 28, 2005

Niños, borrachos y locos.

Voy en el metro leyendo una novela. Es mediodía y apenas viaja gente en el vagón. De repente, al llegar a una estación, las puertas se abren y una mujer de aspecto extraño se sienta delante de mí, al lado de un hombre mayor. Desde el primer momento me doy cuenta de que le pasa algo. Es una mujer de unos treinta y tantos años, vestida con escaso gusto. Tiene la nariz y los ojos rojos, como si hubiese estado llorando hace apenas un instante. Resulta imposible ignorar el brillo vivo y enfebrecido de sus pupilas. Sus gestos grotescos y la profunda agitación de su rostro denotan una intensa actividad en el interior de su pequeña cabeza, como si a todos nos llegase el fragor de una violenta batalla en la que chocan ideas confusas, pensamientos contrapuestos y deseos inadmisibles. Al poco de sentarse, comienza a hablarle al hombre mayor que está a su lado. El anciano disimula su turbación y finge atender a las palabras de la mujer, pero al cabo de un rato, completamente resignado, vuelve sus ojos al periódico que está leyendo. No importa. La mujer sigue hablándole sin parar hasta que el hombre se baja en una estación. Entonces, la mujer se cambia de sitio y comienza a hablarle a una señora. Su conversación es incoherente, salpicada con breves pero conmovedores estallidos de llanto. Habla de un pasaporte que ha perdido o, de repente, comenta lo bien que han dejado el metro. En cierto momento, se siente observada por un muchacho que está sentado frente a ella y comienza a increparle. La reacción del muchacho no se hace esperar. En un tono áspero y retador, replica duramente a la mujer, la ridiculiza delante de todo el vagón. Su falta de piedad me desagrada profundamente. No puedo evitar ver reflejadas en sus crueles palabras, el discurso de la sociedad presuntamente "normal" frente a los que son considerados diferentes o sencillamente anómalos, el discurso de los poderosos frente a los débiles. Y estoy convencido de que si Don Quijote cabalgase por los vagones de metro, no dudaría un instante en socorrer a damas como ésta. Afortunadamente, al cabo de un rato, el muchacho decide dejar en paz a la mujer, ya sea porque se ha dado cuenta de su estado mental o porque sencillamente se ha cansado de atacarla. El silencio se extiende por todo el vagón. La mujer comienza a llorar con más congoja que nunca. Su llanto está hecho de pesados lagrimones que saltan de sus ojos como chispas preñadas de tristeza. Es un llanto infantil, el llanto de una Tierra en pañales. Hay en sus pucheros una especie de candor primigenio, una ignorancia hermosa y sin dobleces. Apenas se entiende lo que dice, pero de entre aquel vendaval de sollozos y quejas, logró extraer una frase que me demuestra una vez más que solo los niños, los borrachos y los locos dicen la verdad: "Esto no es cielo, esto no es el cielo", se queja amargamente, "Yo he estado en el cielo antes y esto de aquí no es cielo".