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miércoles, octubre 29, 2008

La máquina del tiempo

El metro es una máquina del tiempo. Lo descubrí un día que no había conseguido asiento y me aburría soberanamente. Normalmente, suelo entretenerme leyendo un libro, pero sostener entre tus manos un volumen del peso de “Guerra y paz” exige una fortaleza muscular que a primeras horas de la mañana estoy muy lejos de poseer. En la ocasión de la que hablo, para hacer más llevadero el viaje por el subsuelo madrileño, me distraía examinado los rostros de mis compañeros de vagón. Nada especial. Semblantes ojerosos y cansados, expresiones meditabundas y hastiadas. Lo de siempre. Yo me fijaba en sus ropas, en sus zapatos, trataba de leer los titulares de los periódicos ajenos. Dejaba que mi mirada se pasease libremente por el vagón, como un papel arrastrado por el viento que va de un lado a otro sujeto al capricho del azar. Y de repente lo vi. Estaba en un extremo del vagón, apoyado contra la pared. Debía tener unos cincuenta años. Su melena gris y algo revuelta le caía por encima de los hombros. Una barba rala, de varios días, contribuía a acrecentar la expresión hosca de su rostro atezado. Sus ojos, pequeños y marrones, brillaban irritados bajo unas espesas cejas grises. Todos sus gestos y ademanes expresaban una ira sorda, soterrada, una ira enquistada que formaba parte de su personalidad tanto o más que su greñuda melena gris. Qué más daba que estuviéramos en el metro, rodeados de jóvenes conectados a su reproductor de mp 3 y mujeres vestidas con sus ceñidos pantalones vaqueros último modelo. Aquel hombre no pertenecía al siglo XXI. Aquel hombre parecía sacado de una de esas coléricas masas de parisinos que jaleaban a los aristócratas que iban a ser guillotinados en plena Revolución Francesa. Aquel hombre hubiera podido formar parte de un tribunal revolucionario a lo Robespierre. Su rostro pertenecía al siglo XVIII, y no al XXI. Era un extracto del pasado, un retal de otros tiempos, viajando en un ambiente anacrónico, ignorante o no de sus propias circunstancias.
Entonces me di cuenta de que si había podido encontrar a aquel iracundo jacobino entre mis supuestos contemporáneos, no había razón para no pensar que tal vez pudiera encontrar fragmentos de otras edades, de otros siglos, de otros periodos históricos. Alcé mis nuevos ojos de arqueólogo y recorrí con atenta mirada el vagón. Efectivamente, no viajábamos solos. Sentada frente a mí, dormitaba una oronda dama que muy bien hubiera podido atender a los bulliciosos parroquianos de un mesón del siglo XVII español. No entraré en detalles: confiad en mí. Sólo os puedo asegurar que aquellos mofletes colorados y aquel busto generoso no conjuntaban con aquella rebeca de lana ni con aquellos pantalones marrones de tergal. Pero no era la única viajera del tiempo. Dos asientos más allá, un joven patricio romano leía un periódico gratuito. Luego fui descubriendo más personajes del maravilloso libro de Historia cuyas páginas había abierto. Un cavernícola se frotaba la espalda contra una barra metálica. En un rincón un caballero templario contemplaba con mirada ensoñadora la esbelta figura de una dama de compañía de la reina Cleopatra. Las puertas automáticas dejaron entrar a un vaquero del Far West, luego a un monje escapado de un monasterio medieval, a una dama de principios del siglo pasado de esas que Proust describe tan bien en sus novelas. También viajaban junto a mí un emperador chino, un cantante de blues de los años 30, un guerrero maya. Cuando subía las escaleras mecánicas me topé con una aristócrata del Siglo de las Luces que, sin saberlo, bajaba las escaleras tranquilamente, probablemente al encuentro del greñudo revolucionario que yo había visto poco antes. Salí a la calle un tanto aturdido por aquel repentino viaje en el tiempo. No quise seguir mirando los rostros de los transeúntes con los que me cruzaba. Dejé que la Historia siguiese agazapada tras las esquinas y escondida en los portales y seguí mi camino.

jueves, septiembre 18, 2008

Guerra y paz

"Guerra y paz", del gran novelista ruso León Tolstoi, es una auténtica maravilla de libro. No sólo conserva despierta mi mente, absorta por un trama que te obliga a pasar sin descanso hoja tras hoja, también mantiene en forma mi cuerpo. Cargar todos los días con sus cerca de 2000 páginas y sus varios kilos de peso constituye un ejercicio buenísimo, equivalente a un montón de flexiones o de levantamientos de pesas. Definitivamente, "Guerra y paz" me ayuda a cunplir ese viejo adagio latino que reza "mens sana in corpore sano".

martes, febrero 14, 2006

Un arrebato de sinceridad

Iba a escribir algo más elaborado, pero estoy cansado y no me da la gana, así que lo dejo para otra ocasión. Quizá mañana.

miércoles, diciembre 28, 2005

Momentum Misticum

Vuelvo de hacer unas compras en el hipermercado. Voy cargado con dos bolsas de plástico llenas de fruta, latas, tarros y productos de limpieza. Como me duelen las manos de tanto peso y estoy cansado, decido meterme por un atajo. Se trata de un camino de baldosas que trepa por una pendiente sobre la cual se asienta un pequeño parque. Son las dos de la tarde y estamos a finales de otoño. Luce el sol y todavía hace calor, pero a medida que avanzo por el camino de baldosas me va envolviendo una atmósfera realmente otoñal. Atrás quedan el ruido del tráfico, el bullicio de la ciudad. Los árboles extienden sus sombras sobre la hierba del parque, que, por estar encajado entre los edificios de una urbanización, se halla sumido en una penumbra que recuerda a la de un bosque. El ambiente es silencioso, apacible, casi monacal. Camino deprisa porque las asas de plástico me hacen daño en las manos, pero al llegar a un claro el sonido del viento detiene mis pasos. Es un suave y atrayente susurro que me habla al oído con un lenguaje mágico y primigenio. Dejo las bolsas en el suelo y me pongo a contemplar el parque. El sol ilumina el claro con una luz pura, casi azulada. El viento se arrastra por el césped haciendo crujir su manto de hojas secas. Escucho atentamente este crujido: miles de hojas entrechocándose unas con otras, rozando su borde, friccionando sus quebradizas superficies contra el suelo. Una delicada sinfonía que sólo el otoño puede ofrecerme. Y entonces, durante unos segundos, me parece percibir el movimiento rotatorio de nuestro planeta, el silencioso quehacer de la naturaleza entera, la lejana presencia de los astros que la luz del sol me oculta, el aliento del Gran Espíritu Universal, que todo lo mueve y del cual todos somos manifestaciones. La belleza embriaga mis sentidos. El cielo azul me parece sencillamente hermoso. Las hojas que el viento hace crepitar, sublimes creaciones de la Naturaleza. Nada me parece casual. Todo es pura contingencia, necesidad absoluta. Me fundo con el Universo, me sumo a su eterna corriente. Soy feliz.

Sin embargo, también soy un hombre del siglo XXI, era prosaica y funcional. Debo atender mis deberes de consumidor. Así que recojo las bolsas de la compra y me apresuro a volver a casa.

lunes, noviembre 28, 2005

Niños, borrachos y locos.

Voy en el metro leyendo una novela. Es mediodía y apenas viaja gente en el vagón. De repente, al llegar a una estación, las puertas se abren y una mujer de aspecto extraño se sienta delante de mí, al lado de un hombre mayor. Desde el primer momento me doy cuenta de que le pasa algo. Es una mujer de unos treinta y tantos años, vestida con escaso gusto. Tiene la nariz y los ojos rojos, como si hubiese estado llorando hace apenas un instante. Resulta imposible ignorar el brillo vivo y enfebrecido de sus pupilas. Sus gestos grotescos y la profunda agitación de su rostro denotan una intensa actividad en el interior de su pequeña cabeza, como si a todos nos llegase el fragor de una violenta batalla en la que chocan ideas confusas, pensamientos contrapuestos y deseos inadmisibles. Al poco de sentarse, comienza a hablarle al hombre mayor que está a su lado. El anciano disimula su turbación y finge atender a las palabras de la mujer, pero al cabo de un rato, completamente resignado, vuelve sus ojos al periódico que está leyendo. No importa. La mujer sigue hablándole sin parar hasta que el hombre se baja en una estación. Entonces, la mujer se cambia de sitio y comienza a hablarle a una señora. Su conversación es incoherente, salpicada con breves pero conmovedores estallidos de llanto. Habla de un pasaporte que ha perdido o, de repente, comenta lo bien que han dejado el metro. En cierto momento, se siente observada por un muchacho que está sentado frente a ella y comienza a increparle. La reacción del muchacho no se hace esperar. En un tono áspero y retador, replica duramente a la mujer, la ridiculiza delante de todo el vagón. Su falta de piedad me desagrada profundamente. No puedo evitar ver reflejadas en sus crueles palabras, el discurso de la sociedad presuntamente "normal" frente a los que son considerados diferentes o sencillamente anómalos, el discurso de los poderosos frente a los débiles. Y estoy convencido de que si Don Quijote cabalgase por los vagones de metro, no dudaría un instante en socorrer a damas como ésta. Afortunadamente, al cabo de un rato, el muchacho decide dejar en paz a la mujer, ya sea porque se ha dado cuenta de su estado mental o porque sencillamente se ha cansado de atacarla. El silencio se extiende por todo el vagón. La mujer comienza a llorar con más congoja que nunca. Su llanto está hecho de pesados lagrimones que saltan de sus ojos como chispas preñadas de tristeza. Es un llanto infantil, el llanto de una Tierra en pañales. Hay en sus pucheros una especie de candor primigenio, una ignorancia hermosa y sin dobleces. Apenas se entiende lo que dice, pero de entre aquel vendaval de sollozos y quejas, logró extraer una frase que me demuestra una vez más que solo los niños, los borrachos y los locos dicen la verdad: "Esto no es cielo, esto no es el cielo", se queja amargamente, "Yo he estado en el cielo antes y esto de aquí no es cielo".

martes, abril 26, 2005

Forever young

Hace unos días un buen amigo me llamó por teléfono y me propuso que fuéramos a ver un concierto de rock. No, no tocaba ninguna estrella del rock and roll o del pop, ningún grupo emergente o de vanguardia. Actuaba su hijo: un chaval que no llegará a los 20 años y que toca el bajo con el mismo entusiasmo con el que yo tocaba la guitarra a su edad. Viéndole, en aquel local lleno de chicos y chicas jóvenes, y mientras trataba de que su padre no me empapara la camisa con las babas que derramaba por su retoño, me sentí más viejo que nunca. ¿No debíamos ser su padre (mi amigo es pianista y compositor aunque no viva de la música) y yo (que me precio de gran guitarrista) los que teníamos que estar allí arriba, en el escenario? Cuando finalizó la actuación y tras los saludos y felicitaciones de rigor, miré mi reloj. Las once y cuarto. Tengo que irme. Mañana tengo una reunión (mentira cochina) y debo levantarme temprano.
Salimos a la calle y, como siempre que me ha sucedido cuando abandono un sitio cerrado y atestado de personas, la frescura del aire nocturno disipó mis angustias y restituyó mi alegría vital. En fin, qué más daba: por mucho que pasase el tiempo, en mis sueños seguiría siendo eternamente joven.

martes, marzo 01, 2005

¿Un paraíso helado?

Esta foto la hizo mi mujer con su móvil. Y me viene muy bien para ilustrar el comentario que hice ayer acerca de la nieve. ¿A quién le puede gustar esto? Sólo a los osos polares y a los pingüinos. Yo, particularmente, preferiría estar en una soleada playa del Mediterráneo o del Caribe.

lunes, febrero 28, 2005

Ramillete de impresiones

Como dicen que dicen los chicos ahora, quedo con un amigo en el Messenger (para quien no lo sepa, el Messenger es una especie de "chat" a dos, que permite mantener conversaciones en tiempo real a través de mensajes escritos). Conversamos. Sobre lo divino y lo humano. Durante cerca de una hora. De repente, como en realidad nos encontramos bastante cerca, decidimos quedar a tomar una cerveza. A las siete. Muy bien. Llegamos al bar. Nos vemos las caras delante de una cerveza, una tónica y un pincho de tortilla helado. Sonrisas, palmadas, los típicos rituales de confraternidad masculina. Al principio, todo parece marchar bien. Intercambiamos algunas palabras, nos interesamos por nuestras respectivas, hablamos de ese amigo común que utilizamos a menudo para vertebrar algunas de nuestras conversaciones. Pero algo falla. Nuestra charla languidece, las frases no llegan a buen puerto, las palabras carecen de fuerza. Ambos luchamos denodadamente contra el silencio. Cosa curiosa. Hace una hora estábamos tecleando furiosamente todos nuestros pensamientos, en la pantalla de nuestro ordenador surgían torrentes de palabras, ideas, emociones. Y ahora que estamos uno al lado del otro, nos cuesta hablar. Tal vez sea que no nos gusta lo que vemos, esas arruguitas en el rostro del otro que nos recuerdan a las nuestras, esa frente despejada que podría ser la nuestras (ocultos en el anonimato que nos procura la cibernética todos somos más jóvenes y más altos, incluso más guapos e inteligentes); tal vez el ordenador se nos comió la lengua. No sé. Afortunadamente, la mujer de mi amigo viene a recogerle en coche. Nos despedimos apresuradamente. Adiós, adiós. Hasta la próxima. Nos vemos en el Messenger.
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Voy en un taxi por la Castellana. De pronto, surge ante mis ojos la silueta ennegrecida y ruinosa del edificio Windsor. Nunca me había fijado antes en él. Durante unos segundos contemplo el viejo rascacielos con interés morboso. El edificio exhibe ahora una belleza extraña e inquietante. ¿Es la opinión de un esnob? Ni mucho menos. Al fin y al cabo, cuando viajamos a Grecia o a Egipto nos hacemos fotos delante de edificaciones en peor estado, a veces nada más que piedras abandonadas en medio de un erial, que sin embargo a todos nos parecen hermosas y dignas de admiración. Pero además, este nuevo Windsor (sin duda alguna, su nombre le cuadra mucho mejor ahora, por lo decadente del apellido) encierra un significado mucho más profundo. ¿No os recuerda a uno de esos edificios que se ven en los reportajes sobre Beirut o Irak? A mí sí. De modo que por arte de magia (o del fuego), hemos transplantado un trocito de Oriente Medio a nuestro querido Madrid. Y tal vez sea eso lo que nos ha querido decir el fuego: recordad, idiotas que camináis por la calle Orense la Castellana en dirección a El Corte Inglés, recordad, todavía hay guerras ahí fuera.

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Ha nevado copiosamente en Madrid. Salgo a la calle. Las calles están cubiertas de blanco, todos los coches van pintados de blanco, las ramas de los árboles se inclinan bajo el peso de la nieve. La gente tiembla de frío, los ancianos caminan peligrosamente sobre el asfalto helado, todo el mundo trata de no escurrirse, de no pegársela y acabar con una pierna rota. Más de uno se abrirá hoy la cabeza. Sin embargo, todos mis vecinos y vecinas parecen felices. Sonríen. Sus ojos brillan de alegría. Imposible determinar si el rubor de sus mejillas es una consecuencia del frío o una manifestación más de su desbordante entusiasmo. Viéndoles hundir sus manos en la nieve uno podría pensar que sin duda aceptarían como un mal menor la hipotética amputación de sus dedos en caso de que éstos se congelasen si así pudieran seguir lanzándose bolas de nieve. La verdad, nunca he comprendido la fascinación que esta materia blanca caída del cielo ejerce sobre mis semejantes. La nieve no es más que nieve: la materialización de un fenómeno atmosférico que entre otras cosas provoca accidentes, roturas de huesos, gafas rotas, congelaciones, aísla pueblos, bloquea carreteras, impide que los aviones vuelen, además de crear el ambiente ideal para que los virus de la gripe salten de una persona a otra con elegancia deportiva. La pasión que mis congéneres (¿de verdad son mis congéneres?) demuestran por la nieve es impropia de una especie que ha alcanzado la Luna y ha clonado ovejas.

lunes, enero 24, 2005

Despues de la fiebre

Todo comenzó el pasado domingo, día 16 de enero. Al principio sólo se trataba de una tos intermitente y no demasiado molesta, de un leve calor en las mejillas y en la frente. Luego, por la tarde, mientras veía la televisión comencé a sentirme mareado. Mi tos aumentaba y cada vez sentía más caliente la frente. Decidí tomarme la temperatura: 37 y medio. Entonces, me di cuenta de que muy probablemente había agarrado la gripe. Ya nada podía hacer para evitarla: sólo tratar de pasarla cuanto antes y lo mejor posible.
En fin, pensé, por lo menos tendrás tiempo para leer y escuchar la radio. El lunes por la mañana amanecí ardiendo y con dolores por todo el cuerpo. No me gusta demasiado ir al médico, pero esta vez rogué que se llamase a uno. Hundido en la cama, cubierto hasta la mitad de la cara por las sábanas y colchas, empapado por el sudor, mortificado por un dolor constante y general, apenas podía escuchar la radio y mucho menos leer. Entonces, maldije a todos los virus del universo y les juré odio eterno. LLegó el médico, que sólo confirmó lo que ya sabíamos. Ahora, lo único que podía hacer era dejar pasar el tiempo, tomar paracetamol y beber líquidos. Aquel lunes apenas comí, aunque ya por la noche devoré un pez al horno. Leí un cuento de John Cheever y otro de Poe. Filosofé. Como afirma el viejo adagio, "lo importante es la salud" y lo demás son tonterías. Cómo echaba de menos dar una vuelta por la calle, sentir el sol en mi cara, respirar aire puro. El martes por la tarde me encontraba ya mucho mejor, así que me levanté de la cama y me vestí. Sustituir una vieja camiseta de dormir por un jersey y unos pantalones largos suponía un pequeño gesto cargado de significado: dejaba de ser un enfermo encamado para convertirme en un enfermo enclaustrado. Seguí leyendo. Ahora le tocaba el turno a varias "Novelas Ejemplares". Mientras tanto, mi enfermera particular se había puesto también enferma. Se acabaron los mimos y los privilegios. Ahora era yo el encargado de las medicinas y de hacer la comida. El pollo con vino blanco me salió aguado; me quemé los dedos haciendo una sopa. El jueves salí a la farmacia. Mientras caminaba por la calle, tuve la impresión de estar haciéndolo por un mundo recién creado, casi virginal. El sol parecía emitir sus primeros rayos. Las aceras lucían como nuevas. El aire carecía de olores. Después de comprar las aspirinas, me senté en un banco y dejé que el sol calentase mi rostro y mis manos. Cuando uno no puede disfrutar de esas cosas sencillas, se da cuenta de lo que valen realmente. Durante los siguientes días, mis salidas a la calle se hicieron cada vez más frecuentes y largas. Había desaparecido la fiebre. Apenas tosía. Comenzaba a sentirme bien. Había superado la maldita gripe.

martes, enero 18, 2005

Dos curiosas señoras

Siempre me han gustado esos restaurantes baratos donde comen los obreros de la construcción, los empleados de banca y los matrimonios de jubilados sin fuerzas para hacerse la comida. Tal vez se deba a mis orígenes sociales o al amor que siempre he profesado a la vida, pero me encanta el ambiente que se respira en estos restaurantes, a pesar de que la calidad del vino que sirven hace que resulte imprescindible mezclarlo con gaseosa o de que los en muchos de estos locales los manteles sean de papel.
Hoy he comido en uno de ellos: potaje de garbanzos y salmonetes. ¡Y qué bueno estaba todo! ¡Qué tiernos estaban esos garbanzos! ¡Y qué sabrosos salmonetes! Pero lo mejor era el alimento que había allí para mis oídos y mis ojos. Un critico inglés del siglo XIX cuenta en uno de sus libros que un día tuvo la oportunidad de visitar el despacho donde Charles Dickens escribía sus novelas y narraciones y se quedó sorprendido al ver los pocos libros que contenían las estanterías del autor de "Oliver Twist" (uno de los escasos volúmenes que había era el Quijote). Parece ser que Dickens apenas leía. Para crear los numerosos personajes, tipos y ambientes que retrataba en sus novelas se inspiraba en lo que veía y oía durante sus largos paseos matinales por el Londres decimonónico. No le hacía falta nada más. Por mi parte, siempre he pensado que basta con aguzar el oído y ser un buen observador para ser testigo de infinidad de situaciones interesantes dignas de convertirse en un relato. No, no es que anhele ser un escritor costumbrista (nada me espanta más) pero sí creo que la realidad está cuajada de multitud de puntas (de links que diríamos en lenguaje informático), que al tirar de ellas arrastran y desvelan multitud de historias sorprendentes.
Por ejemplo, el restaurante del que os estoy hablando se ha convertido durante una hora en un escenario donde entraban y salían toda clase de personajes. En primer lugar, los camareros que servían. Uno de ellos, un mulato dominicano, pequeño y vivaracho; el otro, un larguirucho marroquí de gestos y maneras suaves. Contemplar cómo servían las mesas ha sido todo un espectáculo. El dominicano, que no tenía nada que ver con el prototipo de caribeño que los europeos tenemos en mente, corría por entre las mesas a toda velocidad, servía platos, recogía manteles sucios, traía bandejas llenas, se llevaba platos vacíos, gritaba, contaba chistes, se asomaba a la cocina, se movía por el comedor como un torbellino. El magrebí, en cambio, era un hombre tranquilo y flemático como un lord británico. Servía las mesas pausadamente, recitaba el menú sin alzar la voz, sonreía amablemente. Es evidente que este restaurante no es su sitio: haría mejor papel sirviendo mesas en un crucero o en un palacio. Ambos camareros representan dos figuras antitéticas, como tantas figuras de ficción: Don Quijote y Sancho, el Gordo y el Flaco, etc.
¿Y los clientes? A mi alrededor se desarrollan todas esas pequeñas historias que conforman lo que Unamuno denominaba la intrahistoria. A mi derecha un grupo de amigotes devora una interminable serie de raciones: callos, calamares, lacón, champiñones. A mis espaldas un tipo solitario come bacalao mientras leía un periódico deportivo. Inesperadamente, dos señoronas del barrio de Salamanca, ataviada una de ellas con un collar de enormes perlas, se sienta en una de las mesas para tomar un té. Un ruidoso grupo de chicas jóvenes irrumpe en el restaurante precedidas por sus carcajadas histéricas.
Pero sin duda, las verdaderas protagonistas de esta mini comedia humana son dos extrañas ancianas que esperan mesa sentadas en unos barriles de cerveza. Es difícil determinar su verdadera relación. ¿Hermanas? ¿Amigas? ¿Dos viejas amantes? Ambas visten pantalones y jerseys de colores chillones. Las dos lucen una melena corta y muy blanca que contribuye a acentuar su aire masculino. Son un par de Gertrude Stein vestidas en Saldos Arias. Llevan un buen rato esperando mesa, pero cuando el camarero dominicano les ofrece una, se muestran indecisas, tardan en sentarse, remolonean en torno a las sillas. El camarero, desesperado, les advierte que hay otros clientes esperando, y por fin, toman asiento. Son dos mujeres muy mayores, chepudas con un caminar lento y torturado por la artritis, sin embargo cuando el camarero les recita el menú, escogen potaje de garbanzos y cordero asado. El camarero las mira horrorizado. ¿Dónde les va a caber todo eso? Si se lo comen explotarán y sus huesos quedarán desparramados por todo el restaurante. Les sirven el primer plato y una de ellas, la más encorvada y nerviosa, se levanta y desaparece ante la mirada atónita del dominicano. Su compañera, comienza a comer sin esperarla: primero el pan, luego los garbanzos. Pasan los minutos y la anciana no vuelve. El camarero pregunta por ella y su compañera, que no ha dejado de comer un solo instante, le aclara que se ha ido al servicio. Por fin, aparece la anciana, caminando lentamente, más cargada de espaldas si cabe. Pero antes de llegar a la mesa, hace un renuncio. Se vuelve y se marcha de nuevo, para deseperación del camarero, que no acaba de creer lo que está sucediendo. Al cabo de un rato, vuelve a aparecer. Lleva el bolso medio abierto y en una de sus manos una especie de funda con la forma de supositorio, que podría contener un... No, no puede ser: a estas edades y precisamente en un lugar así. Entonces, reflexiono: seguramente esta mujer es diabética y lo que guarda en esa funda es la jeringa que utiliza para inyectarse insulina. Como he dicho más arriba, es una anciana de movimientos lentos, débil e indefensa en un mundo que siempre corre más que ella, pero en cuanto se sienta a la mesa experimenta una sorprendente transformación. En unos instantes, devora el plato de potaje y casi alcanza a su compañera, que ya se ha comido medio cordero asado. He pedido un café con leche para disfrutar más del ambiente del restaurante y ver cómo acaba la historia de estas viejas damas, pero se me hace tarde y debo irme. Me pregunto qué pedirán de postre. ¿Profiteroles? ¿Tarta de Santiago? ¿Puding? Salgo a calle. Soy uno más de los ciudadanos que caminan por la calle inmersos en su pensamientos y ajenos a los demás. ¿O tal vez no? Quizá los ojos de un nuevo Dickens se hayan fijado en mí y, sin saberlo, mi despistado caminar esté activando los mecanismos secretos de su imaginación que harán que me convierta en uno de los personajes de su próxima novela. ¿Quién sabe?

lunes, enero 10, 2005

Another day in my life

Hola, terrícolas. Son cerca de las 8 de la noche y acabo de salir de mi trabajo. Como comprendereis, me siento algo cansado. Como siempre, me duelen los ojos. Tecleo porque hay que teclear. En realidad, tengo un montón de temas sobre los que hablar...pero no me siento con animo ni en la mejor de las disposiciones. Sigo dándole vueltas al tema de cómo mejorar este blog... No quiero que se transforme en un plomo-blog. Algún día os hablaré de mis crencias solipsistas, pero hoy me limitaré a deciros que odio la lluvia y me gusta que luzca el sol, y que, yendo hacia el trabajo, me encontré con un gato que estaba lamiéndose las patas, que mi casa está hacia el norte, que me gusta el jazz, que ayer cené almejas, y que el mundo, bajo mis pies, sigue dando vueltas. Corto y cierro.

jueves, diciembre 30, 2004

Destino

Voy por la calle camino de casa. Un hombre con acento sudamericano me pregunta por una calle cercana. Le indico el camino, pero cuando el hombre se aleja, veo que toma la dirección equivocada. "No, no es por ahí". Pero él no me cree. Sonríe y me dice que esa calle no está por donde le he indicado. A él le suena que está por otro lado. Yo le aseguro que se equivoca, pero el hombre no me hace caso y se aleja en dirección equivocada. Dejo que se vaya. ¿Quién soy yo para alterar su destino? Tal vez, equivocándose, encuentre lo que busca o quizá algo mejor. Demos una oportunidad a la aventura.

Cine, palomitas y dolor de cabeza

¿Qué tal, queridos y queridas congéneres? Ayer vi una película que tenía grabada: "Dulce Pájaro de juventud", protagonizada por Paul Newman y dirigida por Richard Brooks (si no me equivoco, director de la versión cinematográfica de "A sangre fría" de Truman Capote). No estaba mal. El guión estaba basado en una obra homónima de Tennesse Willians, el de "Un tranvía llamado deseo" o "La gata caliente sobre el tejado de zinc", todas llevadas al cine. Trataba de un actor no demasiado exitoso que regresa a su pueblo natal acompañado de una actriz madura y madurada en alcohol. El chico trata de recuperar a su novia de juventud, hija del corrupto cacique del pueblo. En fin, el típico melodrama hollywoodense. El caso es que, mientras seguía las desventuras de Paul Neuman, me puse a comer palomitas de esas que se hacen en el microondas (probablemente la segunda utilidad de este curioso aparatito después de la de calentar la leche para el desayuno). Eran unas palomitas muy saladas, pero me subieron a poco, así que metí los granos de maíz que no habían llegado a estallar en la bolsa ya abierta y encendí de nuevo el microondas. Durante unos segundos escuché esperanzado el sonido de las pequeñas detonaciones, pero luego me distraje y dejé que las palomitas se carbonizasen ligeramente. Aun así me las comí, saladas y requemadas.
Qué mala noche he pasado. Sentía la boca estropajosa y todos los órganos de mi cuerpo reclamaban agua. Yo se la daba, mediante constantes viajes al cuarto de baño, pero ni toda el agua del mundo apagaba mi sed. Refugiado en el cuarto de baño, aproveché para leer un artículo sobre la criada de Borges. Pasaban los minutos, yo ya sabía muchas más cosas sobre la mucama del genial bonaerense, pero seguía sin poder dormir. Maldigo las palomitas. Esta mañana me he levantado con sed y dolor de cabeza, sigo bebiendo agua... pero nada consigue refrescar mi gaznate....

Pero qué más da. Qué importa los problemas anímicos de un solo hombre... ¿Cómo comparar estas minucias con los problemas de la Humanidad? Tal vez todo arte que no comprometido sea inmoral o éticamente inadmisible. Tal vez no podamos hacer otra cosa que cantar nuestras propias miserias, nuestras desesperanzadora condición de solitarios.