Mostrando entradas con la etiqueta Viajes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Viajes. Mostrar todas las entradas

viernes, mayo 19, 2006

Oh, la, la

Posted by Picasa













París. Un paseo por la orilla del Sena. Turistas aguardando el ascensor que les elevará hasta el último piso de la Torre Eiffel. Puestos de libros de segunda mano, paisajes al óleo, fotos y souvenires. Entramos en Notre Dame pero Quasimodo no estaba allí: solo una turba de turistas japoneses disparando sus cámaras de fotos incesantemente. El metro de París es sucio, húmedo y desangelado. La Cité nos ofrece un cielo limpio y azul, como extraído de un cuadro impresionista. París es ciudad de grandes avenidas, de impresionantes perspectivas donde la mirada se pierde. París es música, es jazz, un luminoso solo de Django Reinhardt que no tiene fin. April in Paris.

jueves, marzo 16, 2006

Túnez 6 (Notas en diferido de un viaje)

Sí, ya se que han pasado más de seis meses desde que hice este viaje por Túnez, que estamos en pleno invierno, que las Navidades han quedado atrás, y que, probablemente, a nadie le interesen mis aventuras en el desierto tunecino, pero hace tiempo me propuse escribir estas notas y pienso hacerlo.

Para hacer más ameno el relato, pasaré por alto los aspectos más prosaicos del viaje –la hora del desayuno, los momentos pasados en el servicio, la compra de souvenires, etc.- y me centraré en aquellos episodios que creo pueden resultar más interesantes para un hipotético lector.

Vamos allá. Como ya sabrá el lector, principiaba el mes de Julio de 2005 y llevábamos dos días recorriendo el sur de Túnez. Aquel día, después de visitar un mercado local y comer en un restaurante de carretera, fuimos a visitar una aldea beduina. Tras recorrer una sinuosa carretera, el Land Rover nos dejó en la falda del monte en cuya cima se hallaba el poblado. Debían ser cerca de las cuatro de la tarde. Un sol esplendoroso achicharraba la tierra y todo cuanto osaba deambular por su superficie. Varios puestos de recuerdos y bebidas, estratégicamente situados, nos recordaban a todos nuestra condición de turistas occidentales. Un sufrido asno soportaba estoicamente el fuego de la tarde. Delante de nuestros ojos, discurría un polvoriento sendero que, retorciéndose como una serpiente enroscada en un tronco, conducía a la cima del monte. Comandados por nuestro guía, varias decenas de turistas emprendimos la subida. A nuestra derecha se alzaba una colina en cuya escarpada ladera, y manteniendo un delicado equilibrio, se erguían varias casuchas aplastadas por el sol. Sudábamos. Nuestros pies levantaban pesadas nubes de polvo. Cuanto más subíamos, más nos separábamos unos de otros, y pronto nuestro grupo se transformó en una discontinua hilera de turistas que, echando el bofe, trataban de alcanzar la cima de la montaña. Habíamos recorrido sólo una cuarta parte del camino, cuando, de repente, aparece un niño de unos once ó doce años que nos saluda mostrándonos su mejor sonrisa. El niño, flaco y renegrido, quiere vendernos una piedra que, según inferimos de su chapurreo, posee cierto valor geológico. Aunque lanza leves destellos como si contuviese algún elemento cristalino, no dejar de ser una piedra corriente y moliente, que sin duda el muchacho ha recogido poco antes del suelo. Sin embargo, es tanta la vehemencia con que nos pide que le compremos el guijarro, que nos apiadamos del muchacho y le damos unas cuantas monedas a cambio de nada. Pero, ay Dios Mío, lejos de contentarle, nuestra pequeña dádiva no hace sino excitar su codicia y comienza a pedirnos más y más monedas. Es una situación angustiosa y triste. La miseria aporrea la puerta tras la cual habita nuestra conciencia de malcriados turistas occidentales. El muchacho insiste en vendernos la piedra y comienza a seguirnos a pesar de que le decimos que no la queremos. Como surgidos de las rocas que jalonan el sendero, aparecen otros muchachos de su edad que nos ofrecen más piedras. Les damos toda la calderilla que llevamos, pero no es suficiente. Ellos saben que tenemos más, que en nuestro país tenemos una televisión panorámica, un reproductor de DVD’s, otro de mp3’s y muchas cosas más. Algunos nos ponen la piedra que tratan de vendernos en la palma de la mano y dan por cerrado el trato. Es triste, pero no podemos hacer nada, tan sólo dejar la piedra que acaban de darnos en el suelo y seguir nuestro camino con ese gesto de indolencia e inflexible determinación que todo buen turista occidental no de ha de olvida echar en su equipaje.
Por fin, llegamos a la cima de la colina. Una pequeña plaza, unas cuantas casas de paredes blancas y resquebrajadas, un puesto de refrescos atendido por un muchacho pelirrojo. Tras una breve disertación sobre la cultura de los beduinos, el guía coge por el hombro al muchacho de los refrescos y lo exhibe ante nuestros ojos como la prueba viviente de la existencia de individuos de origen bárbaro en la población de Túnez. Si, sin duda, son los descendientes de aquellos vándalos que cruzaron el Estrecho en el siglo V. El muchacho sonríe, y si no fuera porque no entiende español, todos creeríamos que se siente orgulloso de sus históricos ancestros. De cualquier modo, al cabo de un rato regresa al negocio de los refrescos, sin duda mucho más rentable que el de la Historia. Abandonamos la plazoleta y emprendemos el regreso a los coches, circundando la cumbre de la montaña y descendiendo por otra ladera diferente a la que hemos empleado para subir. Aún así, y sin que podamos explicarnos cómo lo han logrado, nos vemos rodeados de nuevo por los niños de las piedras. Su tenacidad es, desde luego, admirable. Nos hemos quedado sin monedas, sin bolígrafos, sin gorras, sin caramelos. ¿Qué podemos hacer? Sus miradas ansiosas, sus manos trémulas, el tono acuciante de sus voces infantiles, todos sus gestos y expresiones conforman una acusación dirigida directamente a nuestra conciencia, a la conciencia de la Humanidad entera. Sí, claro que podemos hacer más. Meternos en nuestros flamantes Land Rover, encender el aire acondicionado y mirar, como cobardes, a otro lado. Posted by Picasa

jueves, noviembre 03, 2005

Túnez 5 (Notas en diferido de un viaje)

Después de comer, nuestro guía nos llevó a Matmata. Matmata es un pequeño pueblo encaramado en una montaña seca y pedregosa. Nuestra columna de Land Rover subió por una tortuosa carretera e hizo su primera parada es una especie de mirador, una elevación del terreno desde la cual era posible percibir la árida inmensidad del desierto. El susurro del viento lo llenaba todo, como una incesante música que uno acaba por dejar de escuchar. Bajamos del altozano y nos dirigimos en coche a la aldea. Unas cuantas casas resquebrajadas por el sol. Gatos solitarios y niñas de rostro atezado, tímidas y temerosas, con esa prudencia que procede del instinto y de la ocasional constatación de que nada bueno puede venir de fuera. En realidad, no veníamos a verlas a ellas, sino a visitar una vivienda berebere, una típica "casa troglodita". Éstas estaban situadas en el fondo de una hondonada bastante ancha y profunda, y no eran más que cuevas excavadas en la tierra y convertidas en habitáculos humanos. Una simple cortina hacía las funciones de puerta. Sin embargo, el interior de la vivienda resultaba acogedor. El suelo estaba limpio y barrido. En la penumbra de la cueva, la sensación general era de orden y pulcritud. Apenas había muebles. Un jergón para dormir, una cocina de carbón donde una tetera titilaba sobre el fogón y dejaba escapar un suave aroma a té recién hecho. La dueña de la casa se apresuró a agasajar a sus invitados españoles con una tacita de té con hierba buena. Se trataba de una anciana quizá octogenaria pero aún poseedora de un brío más que juvenil. Llevaba el vestido tradicional de su etnia, confeccionado con una tela de abigarrados y rotundos colores. Sus manos mostraban las filigranas de la genna. Un pañuelo, de cuyos bordes colgaban pequeñas monedas de cobre, cubría su cabeza. Nos hizo pasar a su casa y nos mostró sus escasas pertenencias con ese orgullo que sólo pueden poseer los pueblos pobres convertidos en atracción turística. Con el brillo de su mirada, parecía decirnos: "Mirad, no vivo tan mal, no tenéis nada que pueda envidiar. Cuando os vayáis, me prepararé una nueva taza de té y olvidaré vuestros rostros con la rapidez con la que olvido cada amanecer; sin embargo, vosotros no olvidaréis jamás mi cara". No carecía de razón la mujer. Ella era una auténtica Dama del Desierto, toda una institución turística. Media Europa había pasado por su casa, había saboreado su té dulce y fragante, se había hecho fotos con ella. Y ahora, esas fotos estaban dando vueltas en miles y miles de álbumes de todo el mundo occidental, junto a fotos de bodas, comuniones, reuniones familiares, fiestas en la oficina, cumpleaños infantiles, vacaciones en la playa, excursiones y acampadas. Su rostro moreno y cuarteado por el viento en un plano de igualdad similar al de nuestros cuñados, nuestros amigos, nuestros hijos, consortes, padres y abuelos, inserto para siempre en nuestra vida, en nuestros recuerdos, compartiendo cartel con nuestra miserable posteridad. Abandonamos Matmata y regresamos al hotel, pero en el camino nos detuvimos en el Mercado de las Especias de Gabes, justo a tiempo de escuchar la llamada a la oración del almuédano. Atardecía. El aire, saturado de los aromas de las más variadas especias, tenía un color ceniciento, casi cárdeno. A lo largo del pequeño laberinto de calles que ocupaba el mercado, los puestos de los vendedores exhibían su preciada mercancía: un derroche de colorido, de sabores y olores que emborrachaban los sentidos. Olía a menta, a té, a azafrán, a canela, a jengibre, a cominos, a clavo, a pimienta, a curry. La atmósfera resultaba mareante. En los cestos de los tenderetes las especias formaban pequeñas montañas de variados colores: colinas ocres, picos anaranjados, cerros amarillentos, cordilleras pardas, montes verdes y rojos. Colores terrosos, pasteles, brillantes y mates. Sonaba el ruido de las motos y de los coches, el canto comercial de los vendedores, la música que escapaba de las radios y los casetes. Inesperadamente, se hizo el silencio, un silencio contenido, como una leve capa bajo la cual latieran y aguardaran todos los sonidos del mercado, y escuchamos el lamento del almuédano. Desde un minarete cercano, su voz, metalizada por la amplificación, se extendió por todo el mercado, por las calles de Gabes, llamando a los fieles a la oración, rompiendo con la actividad cotidiana. Pensé que todo se detendría, que algunos de los hombres y mujeres que allí estaban dejarían lo que estaban haciendo y se postrarían para rezar, pero nada de eso ocurrió: los comerciantes siguieron vendiendo y regateando, los compradores continuaron examinando la mercancía y, naturalmente, los turistas extranjeros siguieron curioseando por entre los puestos. A lo sumo, se rebajó el tono de los gritos, de las voces, como una muestra de ese respeto que proviene más de la educación aprendida que de la fe, el mismo que manifiestan en España los más descreídos al paso de una procesión en Semana Santa. En Túnez, al igual que en el resto del mundo, la globalización avanza. Al fin y al cabo, estábamos en un mercado, y allí el dinero siempre manda.

lunes, octubre 17, 2005

Túnez 4 (Notas en diferido de un viaje)

Continuaré con la "aventura" por el desierto. Y espero, queridos e inexistentes lectores, que no se aburran con mi relato. Ya sé que en las últimas semanas han tenido que soportar varias sesiones de "vídeo que hicimos en las vacaciones, está muy bien, Mariano le puso música y todo" o de "mira que fotos hicimos de la niña en la playa, está de rica, Marisa sacó cuatro carretes", pero habrán de reconocer que mi diario es algo menos repetitivo, estimula el ejercicio de la lectura y revela parcelas de mi carácter que de otro modo estarían vedadas a la mayoría de los humanos. Pues bien, allí estábamos, corriendo por las carreteras de Túnez en un Land Rover. Habíamos visitado el Anfiteatro de El Djem y un museo de mosaicos romanos y ahora nos dirigíamos a la ciudad de Gabes. Nuestro conductor había puesto uno de los dos casetes que llevaba: música árabe, una variedad de zampoña sonando todo el rato y la voz de un par de sensuales huríes que parecían cantar las delicias de un paraíso no tan perdido. A lo largo de la carretera, surgían pueblos y aldeas cuyos habitantes contemplaban con curiosidad el paso de nuestra comitiva desde el umbral de sus casas encaladas. Decenas de imágenes llegaban a mis ojos sin parar, como plato principal de un banquete para los sentidos que incluía además sonidos, voces, ráfagas de olores, sensaciones térmicas. Al atravesar la calle principal de un pueblo, vi a un hombre que llevaba la cabeza de una vaca bajo uno de sus brazos. En otra calle, nuestro conducto nos señaló entre risas (como si a través de su hilaridad quisiera traslucir su inequívoca occidentalización) a un hombre, vestido con una chilaba negra, con la cabeza tocada con un turbante de igual color y una barba larga y cuadrangular, que soportaba impertérrito el asfixiante calor del mediodía. En Túnez las calles son policromas, múltiples en sensaciones e historias, vivas en el sentido más literal de la palabra. Un rápido vistazo basta para captar un montón de historias cotidianas, de pequeños momentos en la vida de sus habitantes: las mujeres que caminan con aire sabio entre los puestos del mercado, los chiquillos que se dirigen a la escuela, el artesano concentrado en trabajo, envuelto en la oscuridad del taller, el policía que sabe de su poder y autoridad aunque se limite a dirigir el tráfico, los hombres que haraganean en el café, dilatando de manera irreal el té que contiene un minúsculo vaso. Por lo que pude ver, aquella región de Túnez vivía, sobre todo, de la cría de ganado ovino. Robustas ovejas de cabeza negra y afilada pastaban por todos lados, con ese aire apático y un tanto idiota que muestran estos animales. En las orillas de la carretera se alzaban pequeños y destartalados asadores de carne de oveja y carnero, en los que también se sacrificaba a los animales destinados al consumo. Estos establecimientos funcionaban, pues, como una extraña mezcla de restaurante y matadero, y eran el escenario de una macabra y sorprendente situación: los cuerpos muertos de algunas ovejas- despellejados unos, abiertos en canal otros, muchos recién sacrificados- colgaban inertes de los ganchos colocados a la entrada del asador, mientras a pocos metros de allí, otras ovejas pastaban tranquilamente, ignorantes de su destino fatal o, precisamente por ello mismo, resignadas a su suerte. ¿Era ése “el silencio de los corderos” de que hablaba Jodie Foster en la famosa película del mismo nombre? Más bien no, más bien parecía la callada aceptación de lo inevitable. Las ovejas tunecinas viven el día a día sin preocuparse por el mañana; la muerte forma parte de su vida cotidiana, como el pasto que comen o la sombra bajo la que se protegen del sol. Y sin embargo, tal vez algún día llegué una Oveja, la oveja liberadora, cuyos vehementes balidos despejen su mente embotada por tanto conformismo y las anime a salir de su inútil silencio (Orwell dixit).

martes, septiembre 20, 2005

Túnez 3 (Notas en diferido de un viaje)

De nuevo, estábamos en la carretera, y, por primera vez, podíamos contemplar la tierra de Túnez a plena luz del día. De momento, lo que veíamos no se diferenciaba mucho de algunas zonas del sur de España. No se veían minaretes ni camellos, ni tan siquiera palmeras. Tampoco el conductor de nuestro Land Rover poseía un aspecto exótico: nada de turbantes, nada de chilabas y babuchas. Era un hombre alto y fuerte, vestido muy correctamente a la moda occidental y con unas gafas que le daban un aire pacífico y formal. Comenzó hablándonos en italiano, pensando que éramos compatriotas de Berlusconi y Albano, pero cuando se dio cuenta de su error, se decidió por el francés. De español, ni papa. Ni siquiera "paella", "olé" o "vamos a la playa". Nuestra primera parada: el anfiteatro de El Djem. No me acuerdo de la hora a la que llegamos, pero no debían de ser más de las 9 de la mañana. Sin embargo, ya hacía un calor tremendo, y nuestro sofoco se tradujo en una sed acuciante. El tunecino es un pueblo, entre otras muchas cosas, con alma práctica y comercial, conocedor de todos los resortes que impulsan al turista occidental. Los primeros puestos comerciales que encontramos se dedicaban, como era de suponer, a la venta de agua y refrescos. Luego, subiendo la pendiente que conducía al anfiteatro, nos fuimos topando con toda clase de vendedores y mercachifles. Y digo, "topando" porque aquí, en Túnez, los dueños de las tiendas de "souvenires" te "asaltan" literalmente, interponiéndose en tu camino y metiéndote sus mercancías por los ojos. Sin embargo, a pesar del asedio comercial, logramos llegar al anfiteatro: una polvorienta mole de piedra, que los romanos pusieron a secar al sol hace siglos. No entraré aquí en descripciones arquitectónicas; ni tengo tiempo ni ganas. Sólo diré que entrar en aquel anfiteatro romano fue como entrar en un estadio de fútbol, sólo que más viejo. Los mismos pasillos, la misma estructura en las gradas y en las escaleras, la misma distribución; pero no se equivoquen, mi anterior afirmación, más que frívola o cínica, entraña un rendido homenaje a la pericia técnica y a la incuestionable visión de futuro de los ingenieros romanos. Ahora, siglos más tarde, un ansioso grupo de turistas españoles estábamos recorriendo como locos los sombríos pasillos del anfiteatro, subiendo a las gradas más altas bajo un sol abrasador y haciendo fotos a todo lo que pareciese viejo, que allí era casi todo. Nuestro Guía nos hizo bajar a una especie de túnel subterráneo, y con su lengua de le trapo nos explicó que el anfiteatro también había servido para celebrar luchas de gladiadores. Aquí, en estos túneles umbríos los luchadores aguardaban su momento, y luego subían a la arena por aquellas escaleras. Y entonces, oigo a un tipo que, con voz melodramática, dice a su novia: "¿Te imaginas la angustia que debían sentir los gladiadores mientras esperaban en este pasillo?". Muy bien. Me parece estupendo que a la gente le guste la Historia, que la viva y la sienta como algo real y cercano; ahora bien, utilizarla para hacerse el interesante, aprovecharse del valor de unos pobres gladiadores que murieron hace siglos, probablemente vertiendo su sangre en la arena ante la mirada morbosa de miles de espectadores y la fría indiferencia de un tribuno romano, todo para asegurarse un buen revolcón nocturno, eso no. No me parece bien, la verdad. En fin, desde anfiteatro nos llevaron al Museo de Mosaicos romanos. Ya he señalado anteriormente que en este tipo de viajes la gente suele manifestar un inusitado y asombroso interés por materias y temas que nunca antes habían atraído su atención, como si de pronto descubrieran su verdadera vocación, una vocación oculta y apasionada, que sin embargo vuelve a aletargarse nada más regresar a sus hogares. Pues bien, aquí tienen a varias docenas de turistas deambulando con mirada escrutadora por un museo dedicado en exclusiva al mundo de los mosaicos romanos. Fotos, cámaras de vídeo que graban sin cesar, flashes automáticos y el exasperante estrépito de los clicks de las cámaras fotográficas. Durante un cuarto de hora, algunos de los personajes mitológicos representados en los mosaicos -dioses y héroes romanos-, adquieren el protagonismo de las estrellas del celuloide y del papel couche. Todo el mundo quiere hacerse una foto a su lado, todos los objetivos de las cámaras apuntan a sus hieráticas figuras, todos quieren un recuerdo de Júpiter o Hércules. Arriba, en el Olimpo, un dios tan distraído como yo se hace ilusiones pensando que un renovado fervor pagano ha prendido entre los mortales. Júpiter sonríe, comprensivo y paternal. Ha visto tantas cosas en sus paseos por la Tierra, que ya nada le sorprende.

domingo, agosto 28, 2005

Túnez 2 (Notas en diferido de un viaje)

Continúo con mi historia. Después de superar el control de pasaportes y recoger nuestro equipaje en la cinta transportadora, nos dirigimos al mostrador donde nos esperaba "el hombre de la agencia de viajes". Lo habitual en estos casos, vamos. Eran más de las doce de la noche, estábamos agotados por las largas horas de espera y, cuando tomamos asiento en el autocar que debía conducirnos al hotel, todos pensábamos que éste se encontraba en la capital, a un paso del aeropuerto. Pero nos equivocábamos. Después de una hora corriendo a toda velocidad por las carreteras tunecinas, me acerqué al "hombre de la agencia" y le pregunté si quedaba mucho. Sí, si quedaba mucho. Quedaba cerca de una hora y media. En definitiva, llegamos al hotel casi a las cuatro de la madrugada. Pero esto no era lo peor, lo peor es que al día siguiente debíamos levantarnos a las 7 de la mañana. Pero en fin, qué se le iba a hacer. Así de dura es la vida del turista occidental. Además, cuando uno realiza esta clase de exhaustivos circuitos, suele manifestar una energía extraordinaria y desconocida. Personas que en su lugar de residencia habitual se pelean cada mañana con el despertador, ahora contemplan con una sonrisa el amanecer; estómagos apáticos y melindrosos, que en circunstancias normales serían incapaces de deglutir una mísera galleta, ahora reciben con alborozo toda clase de grasientas viandas; personas que jamás han abierto un libro, que jamás han manifestado el menor interés por los temas históricos, durante estos viajes escuchan boquiabiertos las explicaciones que un guía local da acerca de determinados mosaicos romanos. Es como si nos transformásemos, como si fuéramos otros, como si un superhéroe viajero e incansable se apoderase de pronto de nuestra personalidad. Y ya nos pueden echar horas de viaje o alimentarnos con todo tipo de bazofias, que nosotros siempre querremos ver más, saber más, viajar más. Y efectivamente, a las 7 y media de la mañana ya estábamos todos despiertos, desayunados y esperando con impaciencia el comienzo de nuestro viaje por el desierto. Frente a la entrada del hotel, una nube de turistas revoloteaban nerviosos alrededor de media docena de Land Rovers. Entonces, apareció el guía oficial del tour, un hombre ya entrado en años, moreno y con barba, y que, para nuestra absoluta desolación, se expresaba en un pésimo español, una mezcla apenas inteligible de nuestro idioma con francés e italiano. El Guía nos presentó a los conductores de los Land Rovers en los que viajaríamos, montamos en el vehículo al que habíamos sido asignados, los motores se pusieron en marcha y, oficialmente, dio comienzo el viaje.
.

martes, agosto 02, 2005

Túnez 1 (Notas en diferido de un viaje)

Se supone que los aviones fueron inventados para ganar tiempo y así aprovechar mejor nuestra breve vida, pero uno comienza a dudar seriamente de la validez de esta afirmación cuando lleva varias horas en un aeropuerto esperando la llamada de embarque, con la espalda dolorida y apoyada en un incómodo asiento de plástico, sudoroso y agotado, en un estado de constante inquietud, producido en buena medida por todas esas voces femeninas y nasales que anuncian sin parar el despegue de un avión que nunca es el nuestro. Entonces, perdemos nuestra fe en las supuestas bondades de la aeronáutica, y los jactanciosos anuncios de las compañías aéreas, que nos hablan de velocidad y comodidad, se nos antojan expresiones de una broma cruel y sin gracia. ¿Acaso valen menos estas horas que paso, rodeado de personas desconocidas y desesperadas como yo, que las que podría pasar en mi casa o en el trabajo? Echamos de menos los autocares y trenes de antaño, con su rítmico traqueteo y su olor a tortilla de patatas y filetes empanados. Y como auténticos amish, maldecimos el progreso. Esta era más o menos la situación en la que me encontraba (yo, mis compañeros de viaje y unos cuantos cientos de personas más) el día 4 de julio sobre las 9:50 horas, unos minutos antes de que por fin lográsemos embarcar en el avión que debía llevarnos a Túnez. Me ahorraré los detalles del vuelo y de los primero momentos de nuestra llegada a la capital árabe (esto no pretende ser un diario de mi viaje, sino más bien una serie de anotaciones sobre mis impresiones durante el mismo), sólo diré que llegamos muy, muy tarde, prácticamente al otro día, pues ya eran más de las 0:0 horas cuando por fin entramos en la sala del aeropuerto destinada al control de pasaportes. Y aquí precisamente tuvo lugar la primera historia que me parece digna de ser contada y que podría titularse de esta manera:
El hombre sin cara
Sí, un hombre al que le faltaba buena parte de la cara. Como he dicho, estábamos en el aeropuerto de Túnez. Un numeroso grupo de personas, más de 200, nos apelotonábamos en una espaciosa sala, formando varias filas desiguales e informes que se dirigían a los puestos de control aduanero. Allí había multitud de rostros, todos diferentes. Niños, mujeres, hombres, ancianos; pieles blancas y sonrosadas, morenas, negras; cabellos rubios, negros, lacios y ensortijados; y un abigarrado muestrario de prendas y ropas: todos los colores, todas las formas, todos los tejidos. Mis ojos lanzaban rápidas miradas a la sala, sin apenas distinguir los rostros y cuerpos que allí se acumulaban. Hasta que de repente una de aquellas caras atrajo mi atención. Al principio no supe muy bien por qué. Era un hombre negro, ataviado con una túnica típicamente africana y un sombrero con forma de caja circular. Parecía recién llegado de una fiesta en honor de un rey africano. Una enorme y blanca dentadura brillaba en mitad de su rostro y en un principio pensé que no podía distinguir el resto de sus facciones a causa de la extrema negrura de su piel. Luego, cuando le observé mas detenidamente, me di cuenta de que no tenía nariz, ni tampoco labios con que ocultar sus dientes. Si le mirabas de perfil, veías un rostro chato y amorfo como un pequeño saco de patatas; de frente, parecía llevar una mascara de madera (una máscara terrible, con ojos resplandecientes de odio y una sardónica sonrisa en forma de media luna), como si hubiera participado en alguna ceremonia salvaje y hubiera olvidado quitársela. Era, sencillamente, una visión espantosa. Sin embargo, nadie de los que allí estaban, turistas civilizados y presumiblemente poco acostumbrados a estas muestras de exotismo descarnado, parecía advertir la presencia de nuestro hombre, que, como todos, avanzaba lentamente hacia los puestos de control en medio de la indiferencia general. Quizá cada miembro de aquel batallón turístico estaba pensando en sus cosas: en el tiempo que había perdido en el aeropuerto, en esas pastillas para el estreñimiento que habían olvidado, en esa mancha de tomate que se habían echado en su camiseta más bonita, en cuántas pesetas serían un dinar, en esa llamada que tendrían que hacer nada más llegar al hotel, y un sinfín de cosa por el estilo. Quizá los que se fijaban en él, no querían volver a mirarle a la cara, para que así, su terrorífica máscara no se colase en sus sueños de turista ilusionado y les aguase el resto de las vacaciones.
Por mi parte, decidí sumarme a la indiferencia de mis compatriotas y no dije nada a mis compañeros de viaje. Tampoco deseaba que ellos comenzasen su viaje por Túnez con una impresión tristemente desagradable. Dejé de mirar al hombre sin cara y, como un turista feliz y desconectado del mundo, seguí avanzado hacia el control de pasaportes.