lunes, febrero 28, 2005

Ramillete de impresiones

Como dicen que dicen los chicos ahora, quedo con un amigo en el Messenger (para quien no lo sepa, el Messenger es una especie de "chat" a dos, que permite mantener conversaciones en tiempo real a través de mensajes escritos). Conversamos. Sobre lo divino y lo humano. Durante cerca de una hora. De repente, como en realidad nos encontramos bastante cerca, decidimos quedar a tomar una cerveza. A las siete. Muy bien. Llegamos al bar. Nos vemos las caras delante de una cerveza, una tónica y un pincho de tortilla helado. Sonrisas, palmadas, los típicos rituales de confraternidad masculina. Al principio, todo parece marchar bien. Intercambiamos algunas palabras, nos interesamos por nuestras respectivas, hablamos de ese amigo común que utilizamos a menudo para vertebrar algunas de nuestras conversaciones. Pero algo falla. Nuestra charla languidece, las frases no llegan a buen puerto, las palabras carecen de fuerza. Ambos luchamos denodadamente contra el silencio. Cosa curiosa. Hace una hora estábamos tecleando furiosamente todos nuestros pensamientos, en la pantalla de nuestro ordenador surgían torrentes de palabras, ideas, emociones. Y ahora que estamos uno al lado del otro, nos cuesta hablar. Tal vez sea que no nos gusta lo que vemos, esas arruguitas en el rostro del otro que nos recuerdan a las nuestras, esa frente despejada que podría ser la nuestras (ocultos en el anonimato que nos procura la cibernética todos somos más jóvenes y más altos, incluso más guapos e inteligentes); tal vez el ordenador se nos comió la lengua. No sé. Afortunadamente, la mujer de mi amigo viene a recogerle en coche. Nos despedimos apresuradamente. Adiós, adiós. Hasta la próxima. Nos vemos en el Messenger.
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Voy en un taxi por la Castellana. De pronto, surge ante mis ojos la silueta ennegrecida y ruinosa del edificio Windsor. Nunca me había fijado antes en él. Durante unos segundos contemplo el viejo rascacielos con interés morboso. El edificio exhibe ahora una belleza extraña e inquietante. ¿Es la opinión de un esnob? Ni mucho menos. Al fin y al cabo, cuando viajamos a Grecia o a Egipto nos hacemos fotos delante de edificaciones en peor estado, a veces nada más que piedras abandonadas en medio de un erial, que sin embargo a todos nos parecen hermosas y dignas de admiración. Pero además, este nuevo Windsor (sin duda alguna, su nombre le cuadra mucho mejor ahora, por lo decadente del apellido) encierra un significado mucho más profundo. ¿No os recuerda a uno de esos edificios que se ven en los reportajes sobre Beirut o Irak? A mí sí. De modo que por arte de magia (o del fuego), hemos transplantado un trocito de Oriente Medio a nuestro querido Madrid. Y tal vez sea eso lo que nos ha querido decir el fuego: recordad, idiotas que camináis por la calle Orense la Castellana en dirección a El Corte Inglés, recordad, todavía hay guerras ahí fuera.

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Ha nevado copiosamente en Madrid. Salgo a la calle. Las calles están cubiertas de blanco, todos los coches van pintados de blanco, las ramas de los árboles se inclinan bajo el peso de la nieve. La gente tiembla de frío, los ancianos caminan peligrosamente sobre el asfalto helado, todo el mundo trata de no escurrirse, de no pegársela y acabar con una pierna rota. Más de uno se abrirá hoy la cabeza. Sin embargo, todos mis vecinos y vecinas parecen felices. Sonríen. Sus ojos brillan de alegría. Imposible determinar si el rubor de sus mejillas es una consecuencia del frío o una manifestación más de su desbordante entusiasmo. Viéndoles hundir sus manos en la nieve uno podría pensar que sin duda aceptarían como un mal menor la hipotética amputación de sus dedos en caso de que éstos se congelasen si así pudieran seguir lanzándose bolas de nieve. La verdad, nunca he comprendido la fascinación que esta materia blanca caída del cielo ejerce sobre mis semejantes. La nieve no es más que nieve: la materialización de un fenómeno atmosférico que entre otras cosas provoca accidentes, roturas de huesos, gafas rotas, congelaciones, aísla pueblos, bloquea carreteras, impide que los aviones vuelen, además de crear el ambiente ideal para que los virus de la gripe salten de una persona a otra con elegancia deportiva. La pasión que mis congéneres (¿de verdad son mis congéneres?) demuestran por la nieve es impropia de una especie que ha alcanzado la Luna y ha clonado ovejas.

martes, febrero 08, 2005

Haciendo de crítico de cine

El viernes fui a ver “Alejandro Magno”, la última película de Oliver Stone. Me gustó. Creo que es una buena película de género histórico. Bien dirigida, con una interpretación razonable y con un guión muy dinámico que mantiene el interés del espectador durante sus casi 180 minutos de metraje. A destacar: la impresionantes imágenes de las ciudades de Alejandría y Babilonia, que satisfacen los deseos de cualquier aficionado a la Historia; la recreación de la batalla de Gaugamela, la belleza de Angelina Jolie (“Lara Croft”) en el papel de Olimpia, madre de Alejandro; la radical transformación de Val Kilmer (“Batman”, “The Doors”) en un desfigurado Filipo de Macedonia; y la valentía de Oliver Stone al mostrar sin demasiadas censuras algunos de los aspectos más polémicos de la vida del conquistador macedonio.
Sin embargo, la película también presenta algunos “fallos”. Por ejemplo, el personaje de Olimpia parece inmune al paso del tiempo. Su rostro se mantiene terso y resplandeciente durante todo el filme, a pesar de que al final del mismo, Angelina Jolie interpreta a una mujer que, siendo muy optimista en los cálculos, ronda la cincuentena. También resultan pintorescas, por anacrónicas, la soflamas que Alejandro pronuncia ante sus falanges animándolas a enfrentarse a los persas en nombre de su propia libertad como hombres y en la de los pueblos sojuzgados por Darío, rey de los persas. Ningún historiador serio aplicaría a Alejandro Magno el epíteto de “libertador”, más bien, todo lo contrario. Alejandro fue el típico rey de la Antigüedad, influido por la mentalidad y las circunstancias de su tiempo y jamás hubiera apelado a conceptos como “libertad” o “dignidad”. De hecho, reprimió duramente la rebelión de las polis griegas, que hasta ese momento habían encarnado el espíritu “democrático” de la época. Durante una década se dedicó a conquistar y crear un imperio y para ello no dudó en arrasar ciudades, masacrar pueblos, vender miles de prisionero y ejecutar rivales. Lo que sí es cierto (como de hecho refleja el filme de Oliver Stone) es que siempre trató de atraer las simpatías de los pueblos que conquistaba, respetando su cultura y su religión, estableciendo lazos de amistad con la aristocracia local y adoptando muchas de las costumbres del mundo oriental. Probablemente, Alejandro soñó con crear un imperio que sirviese de nexo de unión entre Europa y Asia, entre el Occidente racional y el Oriente místico. Evidentemente, no lo consiguió.
Por cierto, dos días más tarde, el domingo, volvieron a echar “Espartaco” por televisión y pude constatar la enormes disimilitudes entre ambas películas. Pero eso se merece otro comentario. Quizá más adelante.

lunes, febrero 07, 2005

Sobre los móviles

De acuerdo, son increíblemente útiles, salvan a montañeros y automovilistas perdidos, transmiten mensajes de amor y paz, avisan a los servicios de urgencia, y también sirven para decir a tu mujer que el autobús no aparece y que llegarás tarde a cenar, o para que tu hija adolescente te tranquilice esa primera vez que va a la discoteca light... Muy bien, pero también desvelan algunos de los aspectos más desagradables y deprimentes de la existencia humana. Estoy hablando de los teléfonos móviles. No, no se crean, yo llevo uno en el bolsillo, y más de una vez me ha sacado de un aprieto... Los móviles no tienen la culpa de la imagen que ayudan a proyectar de sus dueños... Son éstos los culpables. El problema de los móviles es que cuando los utilizamos nos olvidamos de dónde estamos. Y también de las personas que nos rodean en ese momento. Estos pequeños aparatitos establecen una especie de franqueza universal, donde no caben pudores e inhibiciones. Y da igual el lugar donde recibas o hagas la llamada. Yo he oído a una mujer relatar sus problemas con la menstruación en un autobús atestado de gente, y a otra contar en público la historia de sus hemorroides. Pero esta aparente falta de recato no es exclusiva del género femenino. Los hombres también "rajan". No es extraño encontrarse en el autobús a uno de esos tipos trajeados y con corbata empeñados en que los demás sepamos cuánto trabajan, que importantes son, amén de mil detalles anodinos y aburridos sobre la labor que realizan y sobre la empresa en la que pasan la mayor parte del día. Apuesto a que gritan para que les oigamos y quedemos fascinados por el volumen de ventas que ellos consiguieron solitos, o nos sintamos partícipes de las conclusiones alcanzadas en la última reunión. Oh, callaos, dejadnos leer o simplemente contemplar la calle por la que vamos. Acostumbrados nuestros oídos al perenne rumor de la ciudad, a esa amalgama sonora compuesta de cláxones, gritos, pitidos, crujidos, máquinas en funcionamiento, voces y suspiros, no vengáis a alterar nuestra precaria paz con esos graznidos que llamáis conversación telefónica.

jueves, febrero 03, 2005


De nuevo, soy yo. Sí, ya sé que hace unos minutos he publicado otra foto, pero tengo que practicar y  Posted by Hello


Este soy yo. ¿Qué os parezco? Tal vez no sea una de mis mejores fotos, pero es la primera que publico. A partir de ahora tendréis podréis visualizar un rostro mientras leéis mis palabras. Por favor, no lo utilicéis para tirar dardos. Posted by Hello

jueves, enero 27, 2005

Sobre el Holocausto

Hoy hace 60 años que fue liberado el campo de concentración de Auschwitz. El mundo entero se sobrecogió al comprobar los resultados de la barbarie nazi. El Holocausto es sin duda la página más negra de la Historia de la Humanidad. Nunca antes el asesinato había adquirido proporciones semejantes ni se habían empleado métodos industriales para eliminar a tantos y tantos seres humanos. El Holocausto es nuestra peor carta de presentación como especie animal. ¿Para qué tanto desarrollo cerebral, tanta neurona?

Los nazis perseguían la diferencia. Odiaban a los judíos. Pero también a los gitanos, a los homosexuales, a los minusvalidos, a los enfermos y disminuidos mentales, a los comunistas, a los anarquistas, a cualquiera que no fuera como ellos. Nadie está a salvo. Tal vez, tú que lees estás líneas, te hayas mirado alguna vez al espejo y hayas visto a un hombre o mujer "normal". Pero si alguien quiere encontrar tu diferencia, la encontrará. Quizá sean tus ojos, tus manos, tu modo de hablar, tu oficio, tu origen.... Quizá tu presencia irrite a una nueva clase de nazis, nazis que odian a los lecheros, nazis que odian a los pelirrojos, nazis que odian a los de Cuenca o a los de Pekín... Si queremos evitar un nuevo Holocausto, no olvidemos el de hace 60 años.

lunes, enero 24, 2005

Despues de la fiebre

Todo comenzó el pasado domingo, día 16 de enero. Al principio sólo se trataba de una tos intermitente y no demasiado molesta, de un leve calor en las mejillas y en la frente. Luego, por la tarde, mientras veía la televisión comencé a sentirme mareado. Mi tos aumentaba y cada vez sentía más caliente la frente. Decidí tomarme la temperatura: 37 y medio. Entonces, me di cuenta de que muy probablemente había agarrado la gripe. Ya nada podía hacer para evitarla: sólo tratar de pasarla cuanto antes y lo mejor posible.
En fin, pensé, por lo menos tendrás tiempo para leer y escuchar la radio. El lunes por la mañana amanecí ardiendo y con dolores por todo el cuerpo. No me gusta demasiado ir al médico, pero esta vez rogué que se llamase a uno. Hundido en la cama, cubierto hasta la mitad de la cara por las sábanas y colchas, empapado por el sudor, mortificado por un dolor constante y general, apenas podía escuchar la radio y mucho menos leer. Entonces, maldije a todos los virus del universo y les juré odio eterno. LLegó el médico, que sólo confirmó lo que ya sabíamos. Ahora, lo único que podía hacer era dejar pasar el tiempo, tomar paracetamol y beber líquidos. Aquel lunes apenas comí, aunque ya por la noche devoré un pez al horno. Leí un cuento de John Cheever y otro de Poe. Filosofé. Como afirma el viejo adagio, "lo importante es la salud" y lo demás son tonterías. Cómo echaba de menos dar una vuelta por la calle, sentir el sol en mi cara, respirar aire puro. El martes por la tarde me encontraba ya mucho mejor, así que me levanté de la cama y me vestí. Sustituir una vieja camiseta de dormir por un jersey y unos pantalones largos suponía un pequeño gesto cargado de significado: dejaba de ser un enfermo encamado para convertirme en un enfermo enclaustrado. Seguí leyendo. Ahora le tocaba el turno a varias "Novelas Ejemplares". Mientras tanto, mi enfermera particular se había puesto también enferma. Se acabaron los mimos y los privilegios. Ahora era yo el encargado de las medicinas y de hacer la comida. El pollo con vino blanco me salió aguado; me quemé los dedos haciendo una sopa. El jueves salí a la farmacia. Mientras caminaba por la calle, tuve la impresión de estar haciéndolo por un mundo recién creado, casi virginal. El sol parecía emitir sus primeros rayos. Las aceras lucían como nuevas. El aire carecía de olores. Después de comprar las aspirinas, me senté en un banco y dejé que el sol calentase mi rostro y mis manos. Cuando uno no puede disfrutar de esas cosas sencillas, se da cuenta de lo que valen realmente. Durante los siguientes días, mis salidas a la calle se hicieron cada vez más frecuentes y largas. Había desaparecido la fiebre. Apenas tosía. Comenzaba a sentirme bien. Había superado la maldita gripe.

martes, enero 18, 2005

Dos curiosas señoras

Siempre me han gustado esos restaurantes baratos donde comen los obreros de la construcción, los empleados de banca y los matrimonios de jubilados sin fuerzas para hacerse la comida. Tal vez se deba a mis orígenes sociales o al amor que siempre he profesado a la vida, pero me encanta el ambiente que se respira en estos restaurantes, a pesar de que la calidad del vino que sirven hace que resulte imprescindible mezclarlo con gaseosa o de que los en muchos de estos locales los manteles sean de papel.
Hoy he comido en uno de ellos: potaje de garbanzos y salmonetes. ¡Y qué bueno estaba todo! ¡Qué tiernos estaban esos garbanzos! ¡Y qué sabrosos salmonetes! Pero lo mejor era el alimento que había allí para mis oídos y mis ojos. Un critico inglés del siglo XIX cuenta en uno de sus libros que un día tuvo la oportunidad de visitar el despacho donde Charles Dickens escribía sus novelas y narraciones y se quedó sorprendido al ver los pocos libros que contenían las estanterías del autor de "Oliver Twist" (uno de los escasos volúmenes que había era el Quijote). Parece ser que Dickens apenas leía. Para crear los numerosos personajes, tipos y ambientes que retrataba en sus novelas se inspiraba en lo que veía y oía durante sus largos paseos matinales por el Londres decimonónico. No le hacía falta nada más. Por mi parte, siempre he pensado que basta con aguzar el oído y ser un buen observador para ser testigo de infinidad de situaciones interesantes dignas de convertirse en un relato. No, no es que anhele ser un escritor costumbrista (nada me espanta más) pero sí creo que la realidad está cuajada de multitud de puntas (de links que diríamos en lenguaje informático), que al tirar de ellas arrastran y desvelan multitud de historias sorprendentes.
Por ejemplo, el restaurante del que os estoy hablando se ha convertido durante una hora en un escenario donde entraban y salían toda clase de personajes. En primer lugar, los camareros que servían. Uno de ellos, un mulato dominicano, pequeño y vivaracho; el otro, un larguirucho marroquí de gestos y maneras suaves. Contemplar cómo servían las mesas ha sido todo un espectáculo. El dominicano, que no tenía nada que ver con el prototipo de caribeño que los europeos tenemos en mente, corría por entre las mesas a toda velocidad, servía platos, recogía manteles sucios, traía bandejas llenas, se llevaba platos vacíos, gritaba, contaba chistes, se asomaba a la cocina, se movía por el comedor como un torbellino. El magrebí, en cambio, era un hombre tranquilo y flemático como un lord británico. Servía las mesas pausadamente, recitaba el menú sin alzar la voz, sonreía amablemente. Es evidente que este restaurante no es su sitio: haría mejor papel sirviendo mesas en un crucero o en un palacio. Ambos camareros representan dos figuras antitéticas, como tantas figuras de ficción: Don Quijote y Sancho, el Gordo y el Flaco, etc.
¿Y los clientes? A mi alrededor se desarrollan todas esas pequeñas historias que conforman lo que Unamuno denominaba la intrahistoria. A mi derecha un grupo de amigotes devora una interminable serie de raciones: callos, calamares, lacón, champiñones. A mis espaldas un tipo solitario come bacalao mientras leía un periódico deportivo. Inesperadamente, dos señoronas del barrio de Salamanca, ataviada una de ellas con un collar de enormes perlas, se sienta en una de las mesas para tomar un té. Un ruidoso grupo de chicas jóvenes irrumpe en el restaurante precedidas por sus carcajadas histéricas.
Pero sin duda, las verdaderas protagonistas de esta mini comedia humana son dos extrañas ancianas que esperan mesa sentadas en unos barriles de cerveza. Es difícil determinar su verdadera relación. ¿Hermanas? ¿Amigas? ¿Dos viejas amantes? Ambas visten pantalones y jerseys de colores chillones. Las dos lucen una melena corta y muy blanca que contribuye a acentuar su aire masculino. Son un par de Gertrude Stein vestidas en Saldos Arias. Llevan un buen rato esperando mesa, pero cuando el camarero dominicano les ofrece una, se muestran indecisas, tardan en sentarse, remolonean en torno a las sillas. El camarero, desesperado, les advierte que hay otros clientes esperando, y por fin, toman asiento. Son dos mujeres muy mayores, chepudas con un caminar lento y torturado por la artritis, sin embargo cuando el camarero les recita el menú, escogen potaje de garbanzos y cordero asado. El camarero las mira horrorizado. ¿Dónde les va a caber todo eso? Si se lo comen explotarán y sus huesos quedarán desparramados por todo el restaurante. Les sirven el primer plato y una de ellas, la más encorvada y nerviosa, se levanta y desaparece ante la mirada atónita del dominicano. Su compañera, comienza a comer sin esperarla: primero el pan, luego los garbanzos. Pasan los minutos y la anciana no vuelve. El camarero pregunta por ella y su compañera, que no ha dejado de comer un solo instante, le aclara que se ha ido al servicio. Por fin, aparece la anciana, caminando lentamente, más cargada de espaldas si cabe. Pero antes de llegar a la mesa, hace un renuncio. Se vuelve y se marcha de nuevo, para deseperación del camarero, que no acaba de creer lo que está sucediendo. Al cabo de un rato, vuelve a aparecer. Lleva el bolso medio abierto y en una de sus manos una especie de funda con la forma de supositorio, que podría contener un... No, no puede ser: a estas edades y precisamente en un lugar así. Entonces, reflexiono: seguramente esta mujer es diabética y lo que guarda en esa funda es la jeringa que utiliza para inyectarse insulina. Como he dicho más arriba, es una anciana de movimientos lentos, débil e indefensa en un mundo que siempre corre más que ella, pero en cuanto se sienta a la mesa experimenta una sorprendente transformación. En unos instantes, devora el plato de potaje y casi alcanza a su compañera, que ya se ha comido medio cordero asado. He pedido un café con leche para disfrutar más del ambiente del restaurante y ver cómo acaba la historia de estas viejas damas, pero se me hace tarde y debo irme. Me pregunto qué pedirán de postre. ¿Profiteroles? ¿Tarta de Santiago? ¿Puding? Salgo a calle. Soy uno más de los ciudadanos que caminan por la calle inmersos en su pensamientos y ajenos a los demás. ¿O tal vez no? Quizá los ojos de un nuevo Dickens se hayan fijado en mí y, sin saberlo, mi despistado caminar esté activando los mecanismos secretos de su imaginación que harán que me convierta en uno de los personajes de su próxima novela. ¿Quién sabe?

lunes, enero 10, 2005

Another day in my life

Hola, terrícolas. Son cerca de las 8 de la noche y acabo de salir de mi trabajo. Como comprendereis, me siento algo cansado. Como siempre, me duelen los ojos. Tecleo porque hay que teclear. En realidad, tengo un montón de temas sobre los que hablar...pero no me siento con animo ni en la mejor de las disposiciones. Sigo dándole vueltas al tema de cómo mejorar este blog... No quiero que se transforme en un plomo-blog. Algún día os hablaré de mis crencias solipsistas, pero hoy me limitaré a deciros que odio la lluvia y me gusta que luzca el sol, y que, yendo hacia el trabajo, me encontré con un gato que estaba lamiéndose las patas, que mi casa está hacia el norte, que me gusta el jazz, que ayer cené almejas, y que el mundo, bajo mis pies, sigue dando vueltas. Corto y cierro.

sábado, enero 08, 2005

Una crisis de bolsillo

Se acabaron las Navidades. Apaguemos las bombillitas multicolores. Devolvamos el abeto de plástico al trastero. Nuestros estomagos empachados comienzan a echar de menos su sobredosis diaria de azúcar. Con rostro apesadumbrado volvemos al trabajo. Retornamos a la rutina, a lo que comúnmente llamamos la vida. La vida es café con leche por las mañanas y bostezos a media tarde. Hablemos de crisis. Llevo una semana con este blog y comienzo a experimentar cierto cansancio, cierta abulia. He visoto otros blogs. Hay algunos realmente buenos... Temáticos, con muchas fotos,con mucho diseño...El mío es bastante vulgar... Necesito algo de acción. Quiero cambiar el diseño... Hacerlo más llamativo... Necesito impactar, conmocionar, turbar... Yo soy un provocador...Je suis le surrealisme... Salvador, socórreme... Mis bigotes engominados comienza a elevarse, a curvarse, sus puntas buscan mis ojos desorbitados.... Prometo impresionaros...

PD: Os incluyo un link que por su tremenda factura no puede ser sino un ejemplo meridiano de surrealismo cibernético: http://www.angelfire.com/sd/saldali/