viernes, febrero 10, 2006

I'm back

Sólo recordar a mis escasos lectores, que, aunque debido a mi larga ausencia pudiera parecer lo contrario, aquí sigo. Espero que en las próximas semanas logre sacar tiempo para publicar nuevas entradas. Dicen que quien mucho abarca, poco aprieta, y creo que ése es mi caso: que si el trabajo, que si los cuentos, que si las lecturas pertinentes, que si la música, que si el vídeo... Uno quisiera ser el Leonardo del siglo XXI, pero se queda en un individuo con muchos "hobbies". En fin, trataremos de remediarlo. Prometo actualizar más a menudo este blog. Así que hasta pronto.

viernes, diciembre 30, 2005

A mis escasos lectores

No creo que vuelva a escribir una nueva nota hasta el año que viene, así que, a todos los que todavía pierden el tiempo leyendo este Diario, feliz Año Nuevo. Que 2006 sea un año bueno para todos. Y no se me atraganten con las uvas.

miércoles, diciembre 28, 2005

Momentum Misticum

Vuelvo de hacer unas compras en el hipermercado. Voy cargado con dos bolsas de plástico llenas de fruta, latas, tarros y productos de limpieza. Como me duelen las manos de tanto peso y estoy cansado, decido meterme por un atajo. Se trata de un camino de baldosas que trepa por una pendiente sobre la cual se asienta un pequeño parque. Son las dos de la tarde y estamos a finales de otoño. Luce el sol y todavía hace calor, pero a medida que avanzo por el camino de baldosas me va envolviendo una atmósfera realmente otoñal. Atrás quedan el ruido del tráfico, el bullicio de la ciudad. Los árboles extienden sus sombras sobre la hierba del parque, que, por estar encajado entre los edificios de una urbanización, se halla sumido en una penumbra que recuerda a la de un bosque. El ambiente es silencioso, apacible, casi monacal. Camino deprisa porque las asas de plástico me hacen daño en las manos, pero al llegar a un claro el sonido del viento detiene mis pasos. Es un suave y atrayente susurro que me habla al oído con un lenguaje mágico y primigenio. Dejo las bolsas en el suelo y me pongo a contemplar el parque. El sol ilumina el claro con una luz pura, casi azulada. El viento se arrastra por el césped haciendo crujir su manto de hojas secas. Escucho atentamente este crujido: miles de hojas entrechocándose unas con otras, rozando su borde, friccionando sus quebradizas superficies contra el suelo. Una delicada sinfonía que sólo el otoño puede ofrecerme. Y entonces, durante unos segundos, me parece percibir el movimiento rotatorio de nuestro planeta, el silencioso quehacer de la naturaleza entera, la lejana presencia de los astros que la luz del sol me oculta, el aliento del Gran Espíritu Universal, que todo lo mueve y del cual todos somos manifestaciones. La belleza embriaga mis sentidos. El cielo azul me parece sencillamente hermoso. Las hojas que el viento hace crepitar, sublimes creaciones de la Naturaleza. Nada me parece casual. Todo es pura contingencia, necesidad absoluta. Me fundo con el Universo, me sumo a su eterna corriente. Soy feliz.

Sin embargo, también soy un hombre del siglo XXI, era prosaica y funcional. Debo atender mis deberes de consumidor. Así que recojo las bolsas de la compra y me apresuro a volver a casa.

lunes, noviembre 28, 2005

Niños, borrachos y locos.

Voy en el metro leyendo una novela. Es mediodía y apenas viaja gente en el vagón. De repente, al llegar a una estación, las puertas se abren y una mujer de aspecto extraño se sienta delante de mí, al lado de un hombre mayor. Desde el primer momento me doy cuenta de que le pasa algo. Es una mujer de unos treinta y tantos años, vestida con escaso gusto. Tiene la nariz y los ojos rojos, como si hubiese estado llorando hace apenas un instante. Resulta imposible ignorar el brillo vivo y enfebrecido de sus pupilas. Sus gestos grotescos y la profunda agitación de su rostro denotan una intensa actividad en el interior de su pequeña cabeza, como si a todos nos llegase el fragor de una violenta batalla en la que chocan ideas confusas, pensamientos contrapuestos y deseos inadmisibles. Al poco de sentarse, comienza a hablarle al hombre mayor que está a su lado. El anciano disimula su turbación y finge atender a las palabras de la mujer, pero al cabo de un rato, completamente resignado, vuelve sus ojos al periódico que está leyendo. No importa. La mujer sigue hablándole sin parar hasta que el hombre se baja en una estación. Entonces, la mujer se cambia de sitio y comienza a hablarle a una señora. Su conversación es incoherente, salpicada con breves pero conmovedores estallidos de llanto. Habla de un pasaporte que ha perdido o, de repente, comenta lo bien que han dejado el metro. En cierto momento, se siente observada por un muchacho que está sentado frente a ella y comienza a increparle. La reacción del muchacho no se hace esperar. En un tono áspero y retador, replica duramente a la mujer, la ridiculiza delante de todo el vagón. Su falta de piedad me desagrada profundamente. No puedo evitar ver reflejadas en sus crueles palabras, el discurso de la sociedad presuntamente "normal" frente a los que son considerados diferentes o sencillamente anómalos, el discurso de los poderosos frente a los débiles. Y estoy convencido de que si Don Quijote cabalgase por los vagones de metro, no dudaría un instante en socorrer a damas como ésta. Afortunadamente, al cabo de un rato, el muchacho decide dejar en paz a la mujer, ya sea porque se ha dado cuenta de su estado mental o porque sencillamente se ha cansado de atacarla. El silencio se extiende por todo el vagón. La mujer comienza a llorar con más congoja que nunca. Su llanto está hecho de pesados lagrimones que saltan de sus ojos como chispas preñadas de tristeza. Es un llanto infantil, el llanto de una Tierra en pañales. Hay en sus pucheros una especie de candor primigenio, una ignorancia hermosa y sin dobleces. Apenas se entiende lo que dice, pero de entre aquel vendaval de sollozos y quejas, logró extraer una frase que me demuestra una vez más que solo los niños, los borrachos y los locos dicen la verdad: "Esto no es cielo, esto no es el cielo", se queja amargamente, "Yo he estado en el cielo antes y esto de aquí no es cielo".

jueves, noviembre 03, 2005

Túnez 5 (Notas en diferido de un viaje)

Después de comer, nuestro guía nos llevó a Matmata. Matmata es un pequeño pueblo encaramado en una montaña seca y pedregosa. Nuestra columna de Land Rover subió por una tortuosa carretera e hizo su primera parada es una especie de mirador, una elevación del terreno desde la cual era posible percibir la árida inmensidad del desierto. El susurro del viento lo llenaba todo, como una incesante música que uno acaba por dejar de escuchar. Bajamos del altozano y nos dirigimos en coche a la aldea. Unas cuantas casas resquebrajadas por el sol. Gatos solitarios y niñas de rostro atezado, tímidas y temerosas, con esa prudencia que procede del instinto y de la ocasional constatación de que nada bueno puede venir de fuera. En realidad, no veníamos a verlas a ellas, sino a visitar una vivienda berebere, una típica "casa troglodita". Éstas estaban situadas en el fondo de una hondonada bastante ancha y profunda, y no eran más que cuevas excavadas en la tierra y convertidas en habitáculos humanos. Una simple cortina hacía las funciones de puerta. Sin embargo, el interior de la vivienda resultaba acogedor. El suelo estaba limpio y barrido. En la penumbra de la cueva, la sensación general era de orden y pulcritud. Apenas había muebles. Un jergón para dormir, una cocina de carbón donde una tetera titilaba sobre el fogón y dejaba escapar un suave aroma a té recién hecho. La dueña de la casa se apresuró a agasajar a sus invitados españoles con una tacita de té con hierba buena. Se trataba de una anciana quizá octogenaria pero aún poseedora de un brío más que juvenil. Llevaba el vestido tradicional de su etnia, confeccionado con una tela de abigarrados y rotundos colores. Sus manos mostraban las filigranas de la genna. Un pañuelo, de cuyos bordes colgaban pequeñas monedas de cobre, cubría su cabeza. Nos hizo pasar a su casa y nos mostró sus escasas pertenencias con ese orgullo que sólo pueden poseer los pueblos pobres convertidos en atracción turística. Con el brillo de su mirada, parecía decirnos: "Mirad, no vivo tan mal, no tenéis nada que pueda envidiar. Cuando os vayáis, me prepararé una nueva taza de té y olvidaré vuestros rostros con la rapidez con la que olvido cada amanecer; sin embargo, vosotros no olvidaréis jamás mi cara". No carecía de razón la mujer. Ella era una auténtica Dama del Desierto, toda una institución turística. Media Europa había pasado por su casa, había saboreado su té dulce y fragante, se había hecho fotos con ella. Y ahora, esas fotos estaban dando vueltas en miles y miles de álbumes de todo el mundo occidental, junto a fotos de bodas, comuniones, reuniones familiares, fiestas en la oficina, cumpleaños infantiles, vacaciones en la playa, excursiones y acampadas. Su rostro moreno y cuarteado por el viento en un plano de igualdad similar al de nuestros cuñados, nuestros amigos, nuestros hijos, consortes, padres y abuelos, inserto para siempre en nuestra vida, en nuestros recuerdos, compartiendo cartel con nuestra miserable posteridad. Abandonamos Matmata y regresamos al hotel, pero en el camino nos detuvimos en el Mercado de las Especias de Gabes, justo a tiempo de escuchar la llamada a la oración del almuédano. Atardecía. El aire, saturado de los aromas de las más variadas especias, tenía un color ceniciento, casi cárdeno. A lo largo del pequeño laberinto de calles que ocupaba el mercado, los puestos de los vendedores exhibían su preciada mercancía: un derroche de colorido, de sabores y olores que emborrachaban los sentidos. Olía a menta, a té, a azafrán, a canela, a jengibre, a cominos, a clavo, a pimienta, a curry. La atmósfera resultaba mareante. En los cestos de los tenderetes las especias formaban pequeñas montañas de variados colores: colinas ocres, picos anaranjados, cerros amarillentos, cordilleras pardas, montes verdes y rojos. Colores terrosos, pasteles, brillantes y mates. Sonaba el ruido de las motos y de los coches, el canto comercial de los vendedores, la música que escapaba de las radios y los casetes. Inesperadamente, se hizo el silencio, un silencio contenido, como una leve capa bajo la cual latieran y aguardaran todos los sonidos del mercado, y escuchamos el lamento del almuédano. Desde un minarete cercano, su voz, metalizada por la amplificación, se extendió por todo el mercado, por las calles de Gabes, llamando a los fieles a la oración, rompiendo con la actividad cotidiana. Pensé que todo se detendría, que algunos de los hombres y mujeres que allí estaban dejarían lo que estaban haciendo y se postrarían para rezar, pero nada de eso ocurrió: los comerciantes siguieron vendiendo y regateando, los compradores continuaron examinando la mercancía y, naturalmente, los turistas extranjeros siguieron curioseando por entre los puestos. A lo sumo, se rebajó el tono de los gritos, de las voces, como una muestra de ese respeto que proviene más de la educación aprendida que de la fe, el mismo que manifiestan en España los más descreídos al paso de una procesión en Semana Santa. En Túnez, al igual que en el resto del mundo, la globalización avanza. Al fin y al cabo, estábamos en un mercado, y allí el dinero siempre manda.

martes, octubre 25, 2005

Hoy,día de la ceguera internacional

Tratando de celebrar como se debe el Día de Internet, voy de web en web, y de link en link, cliqueando de manera compulsiva, y dejándome la vista en la pantalla de mi ordenador. No niego que Internet es una herramienta utilísima, que nos ahorra un montón de tiempo y nos evita en algunos casos, incomodísimas gestiones, así como una enorme fuente de información, de noticias, de imágenes, de conocimientos; ahora, sano, lo que se dice sano, no es. Al menos, para los ojos. La verdad, donde esté un librito que puedes tocar, acariciar y oler, sentado en un banco del parque bajo el tibio sol de primavera...

lunes, octubre 17, 2005

Túnez 4 (Notas en diferido de un viaje)

Continuaré con la "aventura" por el desierto. Y espero, queridos e inexistentes lectores, que no se aburran con mi relato. Ya sé que en las últimas semanas han tenido que soportar varias sesiones de "vídeo que hicimos en las vacaciones, está muy bien, Mariano le puso música y todo" o de "mira que fotos hicimos de la niña en la playa, está de rica, Marisa sacó cuatro carretes", pero habrán de reconocer que mi diario es algo menos repetitivo, estimula el ejercicio de la lectura y revela parcelas de mi carácter que de otro modo estarían vedadas a la mayoría de los humanos. Pues bien, allí estábamos, corriendo por las carreteras de Túnez en un Land Rover. Habíamos visitado el Anfiteatro de El Djem y un museo de mosaicos romanos y ahora nos dirigíamos a la ciudad de Gabes. Nuestro conductor había puesto uno de los dos casetes que llevaba: música árabe, una variedad de zampoña sonando todo el rato y la voz de un par de sensuales huríes que parecían cantar las delicias de un paraíso no tan perdido. A lo largo de la carretera, surgían pueblos y aldeas cuyos habitantes contemplaban con curiosidad el paso de nuestra comitiva desde el umbral de sus casas encaladas. Decenas de imágenes llegaban a mis ojos sin parar, como plato principal de un banquete para los sentidos que incluía además sonidos, voces, ráfagas de olores, sensaciones térmicas. Al atravesar la calle principal de un pueblo, vi a un hombre que llevaba la cabeza de una vaca bajo uno de sus brazos. En otra calle, nuestro conducto nos señaló entre risas (como si a través de su hilaridad quisiera traslucir su inequívoca occidentalización) a un hombre, vestido con una chilaba negra, con la cabeza tocada con un turbante de igual color y una barba larga y cuadrangular, que soportaba impertérrito el asfixiante calor del mediodía. En Túnez las calles son policromas, múltiples en sensaciones e historias, vivas en el sentido más literal de la palabra. Un rápido vistazo basta para captar un montón de historias cotidianas, de pequeños momentos en la vida de sus habitantes: las mujeres que caminan con aire sabio entre los puestos del mercado, los chiquillos que se dirigen a la escuela, el artesano concentrado en trabajo, envuelto en la oscuridad del taller, el policía que sabe de su poder y autoridad aunque se limite a dirigir el tráfico, los hombres que haraganean en el café, dilatando de manera irreal el té que contiene un minúsculo vaso. Por lo que pude ver, aquella región de Túnez vivía, sobre todo, de la cría de ganado ovino. Robustas ovejas de cabeza negra y afilada pastaban por todos lados, con ese aire apático y un tanto idiota que muestran estos animales. En las orillas de la carretera se alzaban pequeños y destartalados asadores de carne de oveja y carnero, en los que también se sacrificaba a los animales destinados al consumo. Estos establecimientos funcionaban, pues, como una extraña mezcla de restaurante y matadero, y eran el escenario de una macabra y sorprendente situación: los cuerpos muertos de algunas ovejas- despellejados unos, abiertos en canal otros, muchos recién sacrificados- colgaban inertes de los ganchos colocados a la entrada del asador, mientras a pocos metros de allí, otras ovejas pastaban tranquilamente, ignorantes de su destino fatal o, precisamente por ello mismo, resignadas a su suerte. ¿Era ése “el silencio de los corderos” de que hablaba Jodie Foster en la famosa película del mismo nombre? Más bien no, más bien parecía la callada aceptación de lo inevitable. Las ovejas tunecinas viven el día a día sin preocuparse por el mañana; la muerte forma parte de su vida cotidiana, como el pasto que comen o la sombra bajo la que se protegen del sol. Y sin embargo, tal vez algún día llegué una Oveja, la oveja liberadora, cuyos vehementes balidos despejen su mente embotada por tanto conformismo y las anime a salir de su inútil silencio (Orwell dixit).

martes, septiembre 20, 2005

Túnez 3 (Notas en diferido de un viaje)

De nuevo, estábamos en la carretera, y, por primera vez, podíamos contemplar la tierra de Túnez a plena luz del día. De momento, lo que veíamos no se diferenciaba mucho de algunas zonas del sur de España. No se veían minaretes ni camellos, ni tan siquiera palmeras. Tampoco el conductor de nuestro Land Rover poseía un aspecto exótico: nada de turbantes, nada de chilabas y babuchas. Era un hombre alto y fuerte, vestido muy correctamente a la moda occidental y con unas gafas que le daban un aire pacífico y formal. Comenzó hablándonos en italiano, pensando que éramos compatriotas de Berlusconi y Albano, pero cuando se dio cuenta de su error, se decidió por el francés. De español, ni papa. Ni siquiera "paella", "olé" o "vamos a la playa". Nuestra primera parada: el anfiteatro de El Djem. No me acuerdo de la hora a la que llegamos, pero no debían de ser más de las 9 de la mañana. Sin embargo, ya hacía un calor tremendo, y nuestro sofoco se tradujo en una sed acuciante. El tunecino es un pueblo, entre otras muchas cosas, con alma práctica y comercial, conocedor de todos los resortes que impulsan al turista occidental. Los primeros puestos comerciales que encontramos se dedicaban, como era de suponer, a la venta de agua y refrescos. Luego, subiendo la pendiente que conducía al anfiteatro, nos fuimos topando con toda clase de vendedores y mercachifles. Y digo, "topando" porque aquí, en Túnez, los dueños de las tiendas de "souvenires" te "asaltan" literalmente, interponiéndose en tu camino y metiéndote sus mercancías por los ojos. Sin embargo, a pesar del asedio comercial, logramos llegar al anfiteatro: una polvorienta mole de piedra, que los romanos pusieron a secar al sol hace siglos. No entraré aquí en descripciones arquitectónicas; ni tengo tiempo ni ganas. Sólo diré que entrar en aquel anfiteatro romano fue como entrar en un estadio de fútbol, sólo que más viejo. Los mismos pasillos, la misma estructura en las gradas y en las escaleras, la misma distribución; pero no se equivoquen, mi anterior afirmación, más que frívola o cínica, entraña un rendido homenaje a la pericia técnica y a la incuestionable visión de futuro de los ingenieros romanos. Ahora, siglos más tarde, un ansioso grupo de turistas españoles estábamos recorriendo como locos los sombríos pasillos del anfiteatro, subiendo a las gradas más altas bajo un sol abrasador y haciendo fotos a todo lo que pareciese viejo, que allí era casi todo. Nuestro Guía nos hizo bajar a una especie de túnel subterráneo, y con su lengua de le trapo nos explicó que el anfiteatro también había servido para celebrar luchas de gladiadores. Aquí, en estos túneles umbríos los luchadores aguardaban su momento, y luego subían a la arena por aquellas escaleras. Y entonces, oigo a un tipo que, con voz melodramática, dice a su novia: "¿Te imaginas la angustia que debían sentir los gladiadores mientras esperaban en este pasillo?". Muy bien. Me parece estupendo que a la gente le guste la Historia, que la viva y la sienta como algo real y cercano; ahora bien, utilizarla para hacerse el interesante, aprovecharse del valor de unos pobres gladiadores que murieron hace siglos, probablemente vertiendo su sangre en la arena ante la mirada morbosa de miles de espectadores y la fría indiferencia de un tribuno romano, todo para asegurarse un buen revolcón nocturno, eso no. No me parece bien, la verdad. En fin, desde anfiteatro nos llevaron al Museo de Mosaicos romanos. Ya he señalado anteriormente que en este tipo de viajes la gente suele manifestar un inusitado y asombroso interés por materias y temas que nunca antes habían atraído su atención, como si de pronto descubrieran su verdadera vocación, una vocación oculta y apasionada, que sin embargo vuelve a aletargarse nada más regresar a sus hogares. Pues bien, aquí tienen a varias docenas de turistas deambulando con mirada escrutadora por un museo dedicado en exclusiva al mundo de los mosaicos romanos. Fotos, cámaras de vídeo que graban sin cesar, flashes automáticos y el exasperante estrépito de los clicks de las cámaras fotográficas. Durante un cuarto de hora, algunos de los personajes mitológicos representados en los mosaicos -dioses y héroes romanos-, adquieren el protagonismo de las estrellas del celuloide y del papel couche. Todo el mundo quiere hacerse una foto a su lado, todos los objetivos de las cámaras apuntan a sus hieráticas figuras, todos quieren un recuerdo de Júpiter o Hércules. Arriba, en el Olimpo, un dios tan distraído como yo se hace ilusiones pensando que un renovado fervor pagano ha prendido entre los mortales. Júpiter sonríe, comprensivo y paternal. Ha visto tantas cosas en sus paseos por la Tierra, que ya nada le sorprende.

domingo, agosto 28, 2005

Túnez 2 (Notas en diferido de un viaje)

Continúo con mi historia. Después de superar el control de pasaportes y recoger nuestro equipaje en la cinta transportadora, nos dirigimos al mostrador donde nos esperaba "el hombre de la agencia de viajes". Lo habitual en estos casos, vamos. Eran más de las doce de la noche, estábamos agotados por las largas horas de espera y, cuando tomamos asiento en el autocar que debía conducirnos al hotel, todos pensábamos que éste se encontraba en la capital, a un paso del aeropuerto. Pero nos equivocábamos. Después de una hora corriendo a toda velocidad por las carreteras tunecinas, me acerqué al "hombre de la agencia" y le pregunté si quedaba mucho. Sí, si quedaba mucho. Quedaba cerca de una hora y media. En definitiva, llegamos al hotel casi a las cuatro de la madrugada. Pero esto no era lo peor, lo peor es que al día siguiente debíamos levantarnos a las 7 de la mañana. Pero en fin, qué se le iba a hacer. Así de dura es la vida del turista occidental. Además, cuando uno realiza esta clase de exhaustivos circuitos, suele manifestar una energía extraordinaria y desconocida. Personas que en su lugar de residencia habitual se pelean cada mañana con el despertador, ahora contemplan con una sonrisa el amanecer; estómagos apáticos y melindrosos, que en circunstancias normales serían incapaces de deglutir una mísera galleta, ahora reciben con alborozo toda clase de grasientas viandas; personas que jamás han abierto un libro, que jamás han manifestado el menor interés por los temas históricos, durante estos viajes escuchan boquiabiertos las explicaciones que un guía local da acerca de determinados mosaicos romanos. Es como si nos transformásemos, como si fuéramos otros, como si un superhéroe viajero e incansable se apoderase de pronto de nuestra personalidad. Y ya nos pueden echar horas de viaje o alimentarnos con todo tipo de bazofias, que nosotros siempre querremos ver más, saber más, viajar más. Y efectivamente, a las 7 y media de la mañana ya estábamos todos despiertos, desayunados y esperando con impaciencia el comienzo de nuestro viaje por el desierto. Frente a la entrada del hotel, una nube de turistas revoloteaban nerviosos alrededor de media docena de Land Rovers. Entonces, apareció el guía oficial del tour, un hombre ya entrado en años, moreno y con barba, y que, para nuestra absoluta desolación, se expresaba en un pésimo español, una mezcla apenas inteligible de nuestro idioma con francés e italiano. El Guía nos presentó a los conductores de los Land Rovers en los que viajaríamos, montamos en el vehículo al que habíamos sido asignados, los motores se pusieron en marcha y, oficialmente, dio comienzo el viaje.
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martes, agosto 02, 2005

Túnez 1 (Notas en diferido de un viaje)

Se supone que los aviones fueron inventados para ganar tiempo y así aprovechar mejor nuestra breve vida, pero uno comienza a dudar seriamente de la validez de esta afirmación cuando lleva varias horas en un aeropuerto esperando la llamada de embarque, con la espalda dolorida y apoyada en un incómodo asiento de plástico, sudoroso y agotado, en un estado de constante inquietud, producido en buena medida por todas esas voces femeninas y nasales que anuncian sin parar el despegue de un avión que nunca es el nuestro. Entonces, perdemos nuestra fe en las supuestas bondades de la aeronáutica, y los jactanciosos anuncios de las compañías aéreas, que nos hablan de velocidad y comodidad, se nos antojan expresiones de una broma cruel y sin gracia. ¿Acaso valen menos estas horas que paso, rodeado de personas desconocidas y desesperadas como yo, que las que podría pasar en mi casa o en el trabajo? Echamos de menos los autocares y trenes de antaño, con su rítmico traqueteo y su olor a tortilla de patatas y filetes empanados. Y como auténticos amish, maldecimos el progreso. Esta era más o menos la situación en la que me encontraba (yo, mis compañeros de viaje y unos cuantos cientos de personas más) el día 4 de julio sobre las 9:50 horas, unos minutos antes de que por fin lográsemos embarcar en el avión que debía llevarnos a Túnez. Me ahorraré los detalles del vuelo y de los primero momentos de nuestra llegada a la capital árabe (esto no pretende ser un diario de mi viaje, sino más bien una serie de anotaciones sobre mis impresiones durante el mismo), sólo diré que llegamos muy, muy tarde, prácticamente al otro día, pues ya eran más de las 0:0 horas cuando por fin entramos en la sala del aeropuerto destinada al control de pasaportes. Y aquí precisamente tuvo lugar la primera historia que me parece digna de ser contada y que podría titularse de esta manera:
El hombre sin cara
Sí, un hombre al que le faltaba buena parte de la cara. Como he dicho, estábamos en el aeropuerto de Túnez. Un numeroso grupo de personas, más de 200, nos apelotonábamos en una espaciosa sala, formando varias filas desiguales e informes que se dirigían a los puestos de control aduanero. Allí había multitud de rostros, todos diferentes. Niños, mujeres, hombres, ancianos; pieles blancas y sonrosadas, morenas, negras; cabellos rubios, negros, lacios y ensortijados; y un abigarrado muestrario de prendas y ropas: todos los colores, todas las formas, todos los tejidos. Mis ojos lanzaban rápidas miradas a la sala, sin apenas distinguir los rostros y cuerpos que allí se acumulaban. Hasta que de repente una de aquellas caras atrajo mi atención. Al principio no supe muy bien por qué. Era un hombre negro, ataviado con una túnica típicamente africana y un sombrero con forma de caja circular. Parecía recién llegado de una fiesta en honor de un rey africano. Una enorme y blanca dentadura brillaba en mitad de su rostro y en un principio pensé que no podía distinguir el resto de sus facciones a causa de la extrema negrura de su piel. Luego, cuando le observé mas detenidamente, me di cuenta de que no tenía nariz, ni tampoco labios con que ocultar sus dientes. Si le mirabas de perfil, veías un rostro chato y amorfo como un pequeño saco de patatas; de frente, parecía llevar una mascara de madera (una máscara terrible, con ojos resplandecientes de odio y una sardónica sonrisa en forma de media luna), como si hubiera participado en alguna ceremonia salvaje y hubiera olvidado quitársela. Era, sencillamente, una visión espantosa. Sin embargo, nadie de los que allí estaban, turistas civilizados y presumiblemente poco acostumbrados a estas muestras de exotismo descarnado, parecía advertir la presencia de nuestro hombre, que, como todos, avanzaba lentamente hacia los puestos de control en medio de la indiferencia general. Quizá cada miembro de aquel batallón turístico estaba pensando en sus cosas: en el tiempo que había perdido en el aeropuerto, en esas pastillas para el estreñimiento que habían olvidado, en esa mancha de tomate que se habían echado en su camiseta más bonita, en cuántas pesetas serían un dinar, en esa llamada que tendrían que hacer nada más llegar al hotel, y un sinfín de cosa por el estilo. Quizá los que se fijaban en él, no querían volver a mirarle a la cara, para que así, su terrorífica máscara no se colase en sus sueños de turista ilusionado y les aguase el resto de las vacaciones.
Por mi parte, decidí sumarme a la indiferencia de mis compatriotas y no dije nada a mis compañeros de viaje. Tampoco deseaba que ellos comenzasen su viaje por Túnez con una impresión tristemente desagradable. Dejé de mirar al hombre sin cara y, como un turista feliz y desconectado del mundo, seguí avanzado hacia el control de pasaportes.