lunes, octubre 17, 2005

Túnez 4 (Notas en diferido de un viaje)

Continuaré con la "aventura" por el desierto. Y espero, queridos e inexistentes lectores, que no se aburran con mi relato. Ya sé que en las últimas semanas han tenido que soportar varias sesiones de "vídeo que hicimos en las vacaciones, está muy bien, Mariano le puso música y todo" o de "mira que fotos hicimos de la niña en la playa, está de rica, Marisa sacó cuatro carretes", pero habrán de reconocer que mi diario es algo menos repetitivo, estimula el ejercicio de la lectura y revela parcelas de mi carácter que de otro modo estarían vedadas a la mayoría de los humanos. Pues bien, allí estábamos, corriendo por las carreteras de Túnez en un Land Rover. Habíamos visitado el Anfiteatro de El Djem y un museo de mosaicos romanos y ahora nos dirigíamos a la ciudad de Gabes. Nuestro conductor había puesto uno de los dos casetes que llevaba: música árabe, una variedad de zampoña sonando todo el rato y la voz de un par de sensuales huríes que parecían cantar las delicias de un paraíso no tan perdido. A lo largo de la carretera, surgían pueblos y aldeas cuyos habitantes contemplaban con curiosidad el paso de nuestra comitiva desde el umbral de sus casas encaladas. Decenas de imágenes llegaban a mis ojos sin parar, como plato principal de un banquete para los sentidos que incluía además sonidos, voces, ráfagas de olores, sensaciones térmicas. Al atravesar la calle principal de un pueblo, vi a un hombre que llevaba la cabeza de una vaca bajo uno de sus brazos. En otra calle, nuestro conducto nos señaló entre risas (como si a través de su hilaridad quisiera traslucir su inequívoca occidentalización) a un hombre, vestido con una chilaba negra, con la cabeza tocada con un turbante de igual color y una barba larga y cuadrangular, que soportaba impertérrito el asfixiante calor del mediodía. En Túnez las calles son policromas, múltiples en sensaciones e historias, vivas en el sentido más literal de la palabra. Un rápido vistazo basta para captar un montón de historias cotidianas, de pequeños momentos en la vida de sus habitantes: las mujeres que caminan con aire sabio entre los puestos del mercado, los chiquillos que se dirigen a la escuela, el artesano concentrado en trabajo, envuelto en la oscuridad del taller, el policía que sabe de su poder y autoridad aunque se limite a dirigir el tráfico, los hombres que haraganean en el café, dilatando de manera irreal el té que contiene un minúsculo vaso. Por lo que pude ver, aquella región de Túnez vivía, sobre todo, de la cría de ganado ovino. Robustas ovejas de cabeza negra y afilada pastaban por todos lados, con ese aire apático y un tanto idiota que muestran estos animales. En las orillas de la carretera se alzaban pequeños y destartalados asadores de carne de oveja y carnero, en los que también se sacrificaba a los animales destinados al consumo. Estos establecimientos funcionaban, pues, como una extraña mezcla de restaurante y matadero, y eran el escenario de una macabra y sorprendente situación: los cuerpos muertos de algunas ovejas- despellejados unos, abiertos en canal otros, muchos recién sacrificados- colgaban inertes de los ganchos colocados a la entrada del asador, mientras a pocos metros de allí, otras ovejas pastaban tranquilamente, ignorantes de su destino fatal o, precisamente por ello mismo, resignadas a su suerte. ¿Era ése “el silencio de los corderos” de que hablaba Jodie Foster en la famosa película del mismo nombre? Más bien no, más bien parecía la callada aceptación de lo inevitable. Las ovejas tunecinas viven el día a día sin preocuparse por el mañana; la muerte forma parte de su vida cotidiana, como el pasto que comen o la sombra bajo la que se protegen del sol. Y sin embargo, tal vez algún día llegué una Oveja, la oveja liberadora, cuyos vehementes balidos despejen su mente embotada por tanto conformismo y las anime a salir de su inútil silencio (Orwell dixit).

martes, septiembre 20, 2005

Túnez 3 (Notas en diferido de un viaje)

De nuevo, estábamos en la carretera, y, por primera vez, podíamos contemplar la tierra de Túnez a plena luz del día. De momento, lo que veíamos no se diferenciaba mucho de algunas zonas del sur de España. No se veían minaretes ni camellos, ni tan siquiera palmeras. Tampoco el conductor de nuestro Land Rover poseía un aspecto exótico: nada de turbantes, nada de chilabas y babuchas. Era un hombre alto y fuerte, vestido muy correctamente a la moda occidental y con unas gafas que le daban un aire pacífico y formal. Comenzó hablándonos en italiano, pensando que éramos compatriotas de Berlusconi y Albano, pero cuando se dio cuenta de su error, se decidió por el francés. De español, ni papa. Ni siquiera "paella", "olé" o "vamos a la playa". Nuestra primera parada: el anfiteatro de El Djem. No me acuerdo de la hora a la que llegamos, pero no debían de ser más de las 9 de la mañana. Sin embargo, ya hacía un calor tremendo, y nuestro sofoco se tradujo en una sed acuciante. El tunecino es un pueblo, entre otras muchas cosas, con alma práctica y comercial, conocedor de todos los resortes que impulsan al turista occidental. Los primeros puestos comerciales que encontramos se dedicaban, como era de suponer, a la venta de agua y refrescos. Luego, subiendo la pendiente que conducía al anfiteatro, nos fuimos topando con toda clase de vendedores y mercachifles. Y digo, "topando" porque aquí, en Túnez, los dueños de las tiendas de "souvenires" te "asaltan" literalmente, interponiéndose en tu camino y metiéndote sus mercancías por los ojos. Sin embargo, a pesar del asedio comercial, logramos llegar al anfiteatro: una polvorienta mole de piedra, que los romanos pusieron a secar al sol hace siglos. No entraré aquí en descripciones arquitectónicas; ni tengo tiempo ni ganas. Sólo diré que entrar en aquel anfiteatro romano fue como entrar en un estadio de fútbol, sólo que más viejo. Los mismos pasillos, la misma estructura en las gradas y en las escaleras, la misma distribución; pero no se equivoquen, mi anterior afirmación, más que frívola o cínica, entraña un rendido homenaje a la pericia técnica y a la incuestionable visión de futuro de los ingenieros romanos. Ahora, siglos más tarde, un ansioso grupo de turistas españoles estábamos recorriendo como locos los sombríos pasillos del anfiteatro, subiendo a las gradas más altas bajo un sol abrasador y haciendo fotos a todo lo que pareciese viejo, que allí era casi todo. Nuestro Guía nos hizo bajar a una especie de túnel subterráneo, y con su lengua de le trapo nos explicó que el anfiteatro también había servido para celebrar luchas de gladiadores. Aquí, en estos túneles umbríos los luchadores aguardaban su momento, y luego subían a la arena por aquellas escaleras. Y entonces, oigo a un tipo que, con voz melodramática, dice a su novia: "¿Te imaginas la angustia que debían sentir los gladiadores mientras esperaban en este pasillo?". Muy bien. Me parece estupendo que a la gente le guste la Historia, que la viva y la sienta como algo real y cercano; ahora bien, utilizarla para hacerse el interesante, aprovecharse del valor de unos pobres gladiadores que murieron hace siglos, probablemente vertiendo su sangre en la arena ante la mirada morbosa de miles de espectadores y la fría indiferencia de un tribuno romano, todo para asegurarse un buen revolcón nocturno, eso no. No me parece bien, la verdad. En fin, desde anfiteatro nos llevaron al Museo de Mosaicos romanos. Ya he señalado anteriormente que en este tipo de viajes la gente suele manifestar un inusitado y asombroso interés por materias y temas que nunca antes habían atraído su atención, como si de pronto descubrieran su verdadera vocación, una vocación oculta y apasionada, que sin embargo vuelve a aletargarse nada más regresar a sus hogares. Pues bien, aquí tienen a varias docenas de turistas deambulando con mirada escrutadora por un museo dedicado en exclusiva al mundo de los mosaicos romanos. Fotos, cámaras de vídeo que graban sin cesar, flashes automáticos y el exasperante estrépito de los clicks de las cámaras fotográficas. Durante un cuarto de hora, algunos de los personajes mitológicos representados en los mosaicos -dioses y héroes romanos-, adquieren el protagonismo de las estrellas del celuloide y del papel couche. Todo el mundo quiere hacerse una foto a su lado, todos los objetivos de las cámaras apuntan a sus hieráticas figuras, todos quieren un recuerdo de Júpiter o Hércules. Arriba, en el Olimpo, un dios tan distraído como yo se hace ilusiones pensando que un renovado fervor pagano ha prendido entre los mortales. Júpiter sonríe, comprensivo y paternal. Ha visto tantas cosas en sus paseos por la Tierra, que ya nada le sorprende.

domingo, agosto 28, 2005

Túnez 2 (Notas en diferido de un viaje)

Continúo con mi historia. Después de superar el control de pasaportes y recoger nuestro equipaje en la cinta transportadora, nos dirigimos al mostrador donde nos esperaba "el hombre de la agencia de viajes". Lo habitual en estos casos, vamos. Eran más de las doce de la noche, estábamos agotados por las largas horas de espera y, cuando tomamos asiento en el autocar que debía conducirnos al hotel, todos pensábamos que éste se encontraba en la capital, a un paso del aeropuerto. Pero nos equivocábamos. Después de una hora corriendo a toda velocidad por las carreteras tunecinas, me acerqué al "hombre de la agencia" y le pregunté si quedaba mucho. Sí, si quedaba mucho. Quedaba cerca de una hora y media. En definitiva, llegamos al hotel casi a las cuatro de la madrugada. Pero esto no era lo peor, lo peor es que al día siguiente debíamos levantarnos a las 7 de la mañana. Pero en fin, qué se le iba a hacer. Así de dura es la vida del turista occidental. Además, cuando uno realiza esta clase de exhaustivos circuitos, suele manifestar una energía extraordinaria y desconocida. Personas que en su lugar de residencia habitual se pelean cada mañana con el despertador, ahora contemplan con una sonrisa el amanecer; estómagos apáticos y melindrosos, que en circunstancias normales serían incapaces de deglutir una mísera galleta, ahora reciben con alborozo toda clase de grasientas viandas; personas que jamás han abierto un libro, que jamás han manifestado el menor interés por los temas históricos, durante estos viajes escuchan boquiabiertos las explicaciones que un guía local da acerca de determinados mosaicos romanos. Es como si nos transformásemos, como si fuéramos otros, como si un superhéroe viajero e incansable se apoderase de pronto de nuestra personalidad. Y ya nos pueden echar horas de viaje o alimentarnos con todo tipo de bazofias, que nosotros siempre querremos ver más, saber más, viajar más. Y efectivamente, a las 7 y media de la mañana ya estábamos todos despiertos, desayunados y esperando con impaciencia el comienzo de nuestro viaje por el desierto. Frente a la entrada del hotel, una nube de turistas revoloteaban nerviosos alrededor de media docena de Land Rovers. Entonces, apareció el guía oficial del tour, un hombre ya entrado en años, moreno y con barba, y que, para nuestra absoluta desolación, se expresaba en un pésimo español, una mezcla apenas inteligible de nuestro idioma con francés e italiano. El Guía nos presentó a los conductores de los Land Rovers en los que viajaríamos, montamos en el vehículo al que habíamos sido asignados, los motores se pusieron en marcha y, oficialmente, dio comienzo el viaje.
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martes, agosto 02, 2005

Túnez 1 (Notas en diferido de un viaje)

Se supone que los aviones fueron inventados para ganar tiempo y así aprovechar mejor nuestra breve vida, pero uno comienza a dudar seriamente de la validez de esta afirmación cuando lleva varias horas en un aeropuerto esperando la llamada de embarque, con la espalda dolorida y apoyada en un incómodo asiento de plástico, sudoroso y agotado, en un estado de constante inquietud, producido en buena medida por todas esas voces femeninas y nasales que anuncian sin parar el despegue de un avión que nunca es el nuestro. Entonces, perdemos nuestra fe en las supuestas bondades de la aeronáutica, y los jactanciosos anuncios de las compañías aéreas, que nos hablan de velocidad y comodidad, se nos antojan expresiones de una broma cruel y sin gracia. ¿Acaso valen menos estas horas que paso, rodeado de personas desconocidas y desesperadas como yo, que las que podría pasar en mi casa o en el trabajo? Echamos de menos los autocares y trenes de antaño, con su rítmico traqueteo y su olor a tortilla de patatas y filetes empanados. Y como auténticos amish, maldecimos el progreso. Esta era más o menos la situación en la que me encontraba (yo, mis compañeros de viaje y unos cuantos cientos de personas más) el día 4 de julio sobre las 9:50 horas, unos minutos antes de que por fin lográsemos embarcar en el avión que debía llevarnos a Túnez. Me ahorraré los detalles del vuelo y de los primero momentos de nuestra llegada a la capital árabe (esto no pretende ser un diario de mi viaje, sino más bien una serie de anotaciones sobre mis impresiones durante el mismo), sólo diré que llegamos muy, muy tarde, prácticamente al otro día, pues ya eran más de las 0:0 horas cuando por fin entramos en la sala del aeropuerto destinada al control de pasaportes. Y aquí precisamente tuvo lugar la primera historia que me parece digna de ser contada y que podría titularse de esta manera:
El hombre sin cara
Sí, un hombre al que le faltaba buena parte de la cara. Como he dicho, estábamos en el aeropuerto de Túnez. Un numeroso grupo de personas, más de 200, nos apelotonábamos en una espaciosa sala, formando varias filas desiguales e informes que se dirigían a los puestos de control aduanero. Allí había multitud de rostros, todos diferentes. Niños, mujeres, hombres, ancianos; pieles blancas y sonrosadas, morenas, negras; cabellos rubios, negros, lacios y ensortijados; y un abigarrado muestrario de prendas y ropas: todos los colores, todas las formas, todos los tejidos. Mis ojos lanzaban rápidas miradas a la sala, sin apenas distinguir los rostros y cuerpos que allí se acumulaban. Hasta que de repente una de aquellas caras atrajo mi atención. Al principio no supe muy bien por qué. Era un hombre negro, ataviado con una túnica típicamente africana y un sombrero con forma de caja circular. Parecía recién llegado de una fiesta en honor de un rey africano. Una enorme y blanca dentadura brillaba en mitad de su rostro y en un principio pensé que no podía distinguir el resto de sus facciones a causa de la extrema negrura de su piel. Luego, cuando le observé mas detenidamente, me di cuenta de que no tenía nariz, ni tampoco labios con que ocultar sus dientes. Si le mirabas de perfil, veías un rostro chato y amorfo como un pequeño saco de patatas; de frente, parecía llevar una mascara de madera (una máscara terrible, con ojos resplandecientes de odio y una sardónica sonrisa en forma de media luna), como si hubiera participado en alguna ceremonia salvaje y hubiera olvidado quitársela. Era, sencillamente, una visión espantosa. Sin embargo, nadie de los que allí estaban, turistas civilizados y presumiblemente poco acostumbrados a estas muestras de exotismo descarnado, parecía advertir la presencia de nuestro hombre, que, como todos, avanzaba lentamente hacia los puestos de control en medio de la indiferencia general. Quizá cada miembro de aquel batallón turístico estaba pensando en sus cosas: en el tiempo que había perdido en el aeropuerto, en esas pastillas para el estreñimiento que habían olvidado, en esa mancha de tomate que se habían echado en su camiseta más bonita, en cuántas pesetas serían un dinar, en esa llamada que tendrían que hacer nada más llegar al hotel, y un sinfín de cosa por el estilo. Quizá los que se fijaban en él, no querían volver a mirarle a la cara, para que así, su terrorífica máscara no se colase en sus sueños de turista ilusionado y les aguase el resto de las vacaciones.
Por mi parte, decidí sumarme a la indiferencia de mis compatriotas y no dije nada a mis compañeros de viaje. Tampoco deseaba que ellos comenzasen su viaje por Túnez con una impresión tristemente desagradable. Dejé de mirar al hombre sin cara y, como un turista feliz y desconectado del mundo, seguí avanzado hacia el control de pasaportes.

martes, julio 26, 2005

La vuelta

Ya estoy aquí de nuevo. Y lo digo en un doble sentido. Porque ya estoy aquí de nuevo, en este mi blog, en el que hacía mucho tiempo que no escribía; y ya estoy aquí de nuevo, en Madrid, tras mis vacaciones en Túnez. Han sido unos días maravillosos. Sol, desierto, playas, camellos, arena en los ojos y en la boca... En fin, las clásicas vacaciones de un ciudadano occidental en un país en vías de desarrollo. He vuelto, pero no es un retorno triste y frustrante. No. Las vacaciones representan casi siempre una oportunidad para viajar, conocer gente, descansar, practicar nuestros hobbies, romper con la rutina diaria y olvidarse del mundo durante unos días -un periodo de adorable excepcionalidad intercalado en la uniformidad de nuestra vida-; pero no por ello, debemos despreciar el resto del año. Sería como comernos la guinda y dejar en el plato la tarta de nata. La vida continúa y eso, de por sí, es una maravilla. Asistamos, pues, al milagro diario con nuestra acostumbrada perplejidad y disfrutemos del resto del viaje.

Por cierto, hablando de viajes, voy a tratar de poner por escrito mis experiencias como turista en Túnez. Experiencias, vivencias y, sobre todo, reflexiones surgidas a lo largo de mi viaje. No sé cómo llamaré a estas notas viajeras... No quiero ponerme en plan trascendental. Yo vi cosas, cosas que me hicieron pensar, y como tal vez, puedan interesarle a alguien, aquí van.

sábado, mayo 21, 2005

Lápiz y papel

En algún lugar de este planeta hay un nuevo Cervantes, un nuevo Shakespeare, un nuevo Homero, esperando su momento de gloria. Este genio ignorado reune todas las cualidades que hacen de un escritor un autor excepcional: talento, chispa, imaginación, lenguaje florido, intuición psicológica, capacidad introspectiva, instinto. Le faltan, sin embargo, dos elementos imprescindibles para hacer realidad su magna e influyente obra: lápiz y papel.

domingo, mayo 15, 2005

El gran egoísta

Lo confieso. Yo no leo blogs. Al menos, no los leo con asiduidad. La mayoría de los que he encontrado me parecen banales, frívolos, carentes de interés, y, sobre todo, mal escritos, pésimamente redactados. Mi amigo P. (que entiende mucho de estas cosas modernas) me ha recomendado alguno que otro que no está mal, pero en general, los blogs de mis congéneres me aburren soberanamente. Francamente, prefiero leer una novela, un buen poema, un buen cuento... Y sin embargo, nada me gustaría más que mi blog fuese leído por millones de personas, por todo el planeta, por el universo entero... ¿Egoísmo? ¿Egocentrismo? Pues tal vez sí, por qué negarlo. No soporto los blogs de los demás, pero quiero que se traguen el mío. En fin, nadie es perfecto.

martes, abril 26, 2005

Forever young

Hace unos días un buen amigo me llamó por teléfono y me propuso que fuéramos a ver un concierto de rock. No, no tocaba ninguna estrella del rock and roll o del pop, ningún grupo emergente o de vanguardia. Actuaba su hijo: un chaval que no llegará a los 20 años y que toca el bajo con el mismo entusiasmo con el que yo tocaba la guitarra a su edad. Viéndole, en aquel local lleno de chicos y chicas jóvenes, y mientras trataba de que su padre no me empapara la camisa con las babas que derramaba por su retoño, me sentí más viejo que nunca. ¿No debíamos ser su padre (mi amigo es pianista y compositor aunque no viva de la música) y yo (que me precio de gran guitarrista) los que teníamos que estar allí arriba, en el escenario? Cuando finalizó la actuación y tras los saludos y felicitaciones de rigor, miré mi reloj. Las once y cuarto. Tengo que irme. Mañana tengo una reunión (mentira cochina) y debo levantarme temprano.
Salimos a la calle y, como siempre que me ha sucedido cuando abandono un sitio cerrado y atestado de personas, la frescura del aire nocturno disipó mis angustias y restituyó mi alegría vital. En fin, qué más daba: por mucho que pasase el tiempo, en mis sueños seguiría siendo eternamente joven.

lunes, abril 18, 2005

Sobre el Yo

El hecho de que en el 75% de las fotos que aparecen en este blog salga yo, podría producir la falsa impresión de que el autor de los textos es un narcisista exacerbado. Nada más lejos de la verdad. Lo que realmente sucede es que no tengo más fotos que estas y algunas de paisajes que amablemente me envían ciertas personas y que de momento no he incluido porque no vienen mucho a cuento. Así que de momento me limito a poner las que tengo y sobre las que puedo hacer algún comentario. Sí, éste que aquí veis soy yo. En esta ocasión, mi retrato aparece impreso en la superficie de lo que da la impresión ser un suéter o un jersey. ¿Distorsión? ¿Deformación? ¿Permitiría un narcisista semejante tratamiento visual? Pues tal vez sí, pero éste no es el caso. En cualquier caso, este blog es un blog bastante particular y subjetivo, centrado exclusivamente en mis opiniones sobre lo que acontece en el mundo y sobre las impresiones que recibo de éste. Resulta evidente que no se trata de un blog temático y que todas las opiniones vertidas son completamente personales. Visto desde este punto de vista, he de reconocer que este blog es meramente un ejercicio de puro narcisismo. Rezuma subjetividad por todos lados. Pero ¿es posible hallar algo de objetividad en este mundo? Creo que no. Al fin y al cabo, todos analizamos y sentimos el universo, lo que nos rodea, desde un punto de vista exclusivamente personal. No existe nada más que nuestro pensamiento, no hay más ojos y oídos que los nuestros. De hecho, siempre me he preguntado, desde mi tierna infancia (así de raro era y soy), cómo seremos cada uno en realidad. Quiero decir, la imagen que de nosotros tenemos es la que reflejan los espejos, la que captan las fotografías y las cámaras de cine y vídeo; muy bien, pero no dejan de ser nuestros ojos los que reciben esa información visual y nuestro cerebro el que la procesa y la convierte en imágenes. Así que, en realidad, nunca sabremos cómo somos realmente. Sólo, cómo nos vemos, como nos entendemos. La ciencia demuestra que los animales ven el mundo de una manera que no tiene mucho que ver con la nuestra. El universo, desde el punto de vista de un caballo, es completamente diferente al mundo que nosotros percibimos y sentimos. ¿Cuál es la realidad de la realidad? ¿Son las cosas como creemos que son o son de otra manera? El solipsismo es una corriente filosófica que admite la existencia de uno mismo, de los pensamientos y sentimientos del individuo pensante, pero que reconoce la imposibilidad de demostrar la existencia del resto del universo. Es decir, yo sé que existo, porque pienso y siento, pero no sé si lo demás no es sino fruto de mi imaginación, un sueño, una fantasía, una percepción que no posee entidad real. No es una tontería. Descartes, en su Discurso del Método, se enfrentó con mucha seriedad al problema y necesitó la ayuda de Dios para poder demostrar la existencia de un universo real más allá del propio pensamiento. ¿Y ustedes qué opinan?

martes, abril 12, 2005

Escribir

Cada día aparecen en la Red unos 35.000 nuevos blogs o bitácoras (así llamamos en castellano a esta especie de diarios electrónicos que según algunos constituyen el fenómeno más novedoso y esperanzador de las nuevas comunicaciones), pero más del 90% desaparecen a los pocos meses. ¿Motivos? Fundamentalmente, abulia, dejadez, falta de vocación; en definitiva, que la gente se cansa y decide dedicar su tiempo a otros menesteres más productivos como echarse la siesta o hurgarse en la nariz. La verdad, no me extraña. Yo lo comprendo perfectamente. No creo que haya habido un solo escritor en la historia de la literatura al que no se le haya planteado alguna vez la duda entre seguir escribiendo, desperdiciando así los mejores años de su juventud, o simplemente vivir tranquilamente y sin preocupaciones como cualquier otro hijo de vecino. Escribir, digan lo que digan, es una acto heroico, un acto que nos ennoblece y nos ensalza como seres humanos, pero que al cabo no resulta tan gratificante como atragantarse con una buena mariscada o rascarse la espalda con un palo. Por eso, muchas veces los que queremos escribir, nos obligamos a escribir. "Escribe, escribe", grita tu enojada conciencia, "escribe, aunque sólo sea una línea. Sólo es escritor el que escribe". Bueno, eso último no me lo creo. Rulfo y otros muchos escritores se tiraron sin escribir casi toda su vida y todo el mundo les sigue considerando escritores. ¿Y Rimbaud? Dejo de escribir a los 18 años y se fue a vender armas a Etiopía. Y nadie pone en duda su valor literario como uno de los grandes de la poesía gala. En fin, cosas que pasan.
Pero bueno, yo ya no sé porque escribo esto, qué tiene que ver con el tema de los blogs. Ah, sí. Todo este discurso ha surgido porque he comentado al principio que más de un 90% de los blogs que aparecen diariamente en la red desaparecen al cabo de unas pocas semanas. Blogs de vocación escasa y vida efímera. ¿Cuánto durará el mío? Nadie, ni yo mismo, puede saberlo. Su redacción constituye para mí un magnífico ejercicio de estilo, una responsabilidad auto impuesta que me obliga a escribir de vez en cuando aunque sólo sea por una cuestión de vanidad artística, un pequeño escaparate donde exhibir ante el mundo mis ideas, mis sentimientos y mis elucubraciones. Pero el fantasma de la desgana nos acecha constantemente a todos los que decimos que queremos ser escritores y escribir. Tal vez un día, desesperanzado y agotado, decida sepultar este blog en el olvido. Pero hoy, desde luego, no es ese día.