miércoles, octubre 29, 2008

La máquina del tiempo

El metro es una máquina del tiempo. Lo descubrí un día que no había conseguido asiento y me aburría soberanamente. Normalmente, suelo entretenerme leyendo un libro, pero sostener entre tus manos un volumen del peso de “Guerra y paz” exige una fortaleza muscular que a primeras horas de la mañana estoy muy lejos de poseer. En la ocasión de la que hablo, para hacer más llevadero el viaje por el subsuelo madrileño, me distraía examinado los rostros de mis compañeros de vagón. Nada especial. Semblantes ojerosos y cansados, expresiones meditabundas y hastiadas. Lo de siempre. Yo me fijaba en sus ropas, en sus zapatos, trataba de leer los titulares de los periódicos ajenos. Dejaba que mi mirada se pasease libremente por el vagón, como un papel arrastrado por el viento que va de un lado a otro sujeto al capricho del azar. Y de repente lo vi. Estaba en un extremo del vagón, apoyado contra la pared. Debía tener unos cincuenta años. Su melena gris y algo revuelta le caía por encima de los hombros. Una barba rala, de varios días, contribuía a acrecentar la expresión hosca de su rostro atezado. Sus ojos, pequeños y marrones, brillaban irritados bajo unas espesas cejas grises. Todos sus gestos y ademanes expresaban una ira sorda, soterrada, una ira enquistada que formaba parte de su personalidad tanto o más que su greñuda melena gris. Qué más daba que estuviéramos en el metro, rodeados de jóvenes conectados a su reproductor de mp 3 y mujeres vestidas con sus ceñidos pantalones vaqueros último modelo. Aquel hombre no pertenecía al siglo XXI. Aquel hombre parecía sacado de una de esas coléricas masas de parisinos que jaleaban a los aristócratas que iban a ser guillotinados en plena Revolución Francesa. Aquel hombre hubiera podido formar parte de un tribunal revolucionario a lo Robespierre. Su rostro pertenecía al siglo XVIII, y no al XXI. Era un extracto del pasado, un retal de otros tiempos, viajando en un ambiente anacrónico, ignorante o no de sus propias circunstancias.
Entonces me di cuenta de que si había podido encontrar a aquel iracundo jacobino entre mis supuestos contemporáneos, no había razón para no pensar que tal vez pudiera encontrar fragmentos de otras edades, de otros siglos, de otros periodos históricos. Alcé mis nuevos ojos de arqueólogo y recorrí con atenta mirada el vagón. Efectivamente, no viajábamos solos. Sentada frente a mí, dormitaba una oronda dama que muy bien hubiera podido atender a los bulliciosos parroquianos de un mesón del siglo XVII español. No entraré en detalles: confiad en mí. Sólo os puedo asegurar que aquellos mofletes colorados y aquel busto generoso no conjuntaban con aquella rebeca de lana ni con aquellos pantalones marrones de tergal. Pero no era la única viajera del tiempo. Dos asientos más allá, un joven patricio romano leía un periódico gratuito. Luego fui descubriendo más personajes del maravilloso libro de Historia cuyas páginas había abierto. Un cavernícola se frotaba la espalda contra una barra metálica. En un rincón un caballero templario contemplaba con mirada ensoñadora la esbelta figura de una dama de compañía de la reina Cleopatra. Las puertas automáticas dejaron entrar a un vaquero del Far West, luego a un monje escapado de un monasterio medieval, a una dama de principios del siglo pasado de esas que Proust describe tan bien en sus novelas. También viajaban junto a mí un emperador chino, un cantante de blues de los años 30, un guerrero maya. Cuando subía las escaleras mecánicas me topé con una aristócrata del Siglo de las Luces que, sin saberlo, bajaba las escaleras tranquilamente, probablemente al encuentro del greñudo revolucionario que yo había visto poco antes. Salí a la calle un tanto aturdido por aquel repentino viaje en el tiempo. No quise seguir mirando los rostros de los transeúntes con los que me cruzaba. Dejé que la Historia siguiese agazapada tras las esquinas y escondida en los portales y seguí mi camino.