martes, febrero 13, 2007

El abrazo


Hace unas semanas apareció en los periódicos una curiosa noticia que atrajo la atención de medio mundo. No era una noticia de política internacional, ni acerca de nuestra globalizada economía, ni siquiera poseía demasiada trascendencia desde el punto de vista científico, pero su carácter simbólico y evocador ha servido para desatar un río de especulaciones y elucubraciones. Al parecer, en unas excavaciones arqueológicas que se estaban realizando en la ciudad de Mantua, al norte de Italia, han encontrado los restos óseos de dos personas claramente fundidas en un abrazo. Los esqueletos tienen una antigüedad de entre 5000 a 6000 años; es decir, que pertenecen al Neolítico. Los restos están siendo examinados en un laboratorio, pero todo apunta a que los huesos pertenecen a un hombre y a una mujer que murieron bastante jóvenes. Los investigadores han señalado que se trata de un caso único hasta ahora: un entierro doble en el Neolítico, y por si fuera poco extraño, de dos personas unidas en un abrazo. Ignoramos la causa de su muerte, ni por qué fueron enterrados de esa manera, sólo sabemos que se abrazan estrechamente, que se miran el uno al otro, que sus labios permanecieron a pocos centímetros de distancia antes de que el deterioro del tiempo los borrase por completo. Nunca sabremos su verdadera historia. Si se trata de dos hermanos que fallecieron durante una epidemia y cuyos padres decidieron enterrarles juntos, abrazados fraternalmente; o si tal vez fueron dos miembros cualquiera de una comunidad tribal cuyo singular enterramiento obedece más a la voluntad caprichosa de sus enterradores que al cumplimiento de un rito religioso o social. Yo prefiero creer que eran amantes, que fueron enterrados de esa guisa porque se querían, porque su amor fue tan grande y notorio que el resto de la tribu decidió que permaneciesen juntos durante toda la eternidad. Me resulta grato pensar que hace 5000 años, en aquel mundo duro y despiadado del Neolítico, había personas que buscaban y encontraban en otras una razón más para sobrevivir, para dotar a su existencia de una trascendencia especial. No había corazones esculpidos en la corteza de un árbol, ni ramos de flores ni cartas apasionadas, pero sí una corriente de amor que, siete milenios después, aún es capaz de enternecernos. Quién sabe si estos Romeo y Julieta de la Prehistoria tuvieron que enfrentarse a la incomprensión de sus familiares, de aquella sociedad cavernaria y tribal, quién sabe si los celos y la distancia atormentaron sus corazones, si el hambre y las necesidades les hicieron discutir más de lo que hubieran querido, quién sabe cuántos días pasaron regañados, sin hablarse, sin mirarse a los ojos, cuántas veces apartaron los labios para evitar un beso que más tarde añoraron; sólo sabemos que al final, y para siempre, triunfó el amor, que esa fuerza misteriosa e inexplicable les unió en un bello abrazo, en un cálido lecho de carne y huesos.