martes, abril 24, 2007

Dr. House (o acerca de las gracias que no hacen gracia)



Hace unos días, haciendo la compra en un hipermercado, me encontré con un libro titulado algo así como "Dr. House. Una guía de vida". El libro compartía un stand con otros éxitos editoriales: novelas históricas de última hora, análisis políticos, libros de autoayuda, novelas premiadas. Lo de siempre. Movido por la curiosidad, lo estuve hojeando un rato, mientras a mi alrededor, mis queridos conciudadanos compraban tornillos, ropa interior, latas de caballa y reproductores de mp3. El libro lleva en la portada una foto del famoso doctor televisivo y no tiene demasiadas páginas. Por lo que pude entrever, es un análisis psicológico del protagonista de "House", la serie de éxito en EE.UU., en España y en medio mundo, y más allá de este homenaje al corrosivo galeno, el libro defiende la siguiente tesis: si quieres triunfar en la vida, compórtate y actúa respecto a los demás como lo haría el Dr. House. La antipatía, el sarcasmo despiadado, la franqueza desmedida, el cinismo, la aspereza y la grosería son el fundamento del éxito profesional y personal, según este libro. Di lo que piensas realmente, sin que te preocupe resultar descortés, y ganarás puntos en tu puesto de trabajo; ironiza ante el sufrimiento y los problemas ajenos, y todos te reirán las gracias; sé huraño, compórtate como un lobo solitario, rezuma amargura y hiel, y serás objeto de la adoración de media humanidad. Esto, más o menos, es lo que viene a decir el libro. Sé un ególatra insoportable y triunfarás en la vida. Pues bien, en mi opinión, el planteamiento del autor es un absoluto despropósito. ¿De veras piensa que un tipo como el Dr. House podría medrar en la vida real? ¿Cree acaso que sus andanzas y aventuras podrían suceder en el mundo de todos los días? Iluso. Éste es el calificativo más benévolo que el autor del libro se merece, si no fuera porque cualquiera se da cuenta de que su objetivo y el de su editorial no es otro que ganar un dinerito de manera rápida y fácil aprovechándose del éxito de la serie. Considérenlo con calma. ¿Les gustaría jugar a ser House durante unos días? Prueben a decirle a su jefe que su estrategia comercial apesta solo un poco menos que su aliento y serán despedidos. Hagan una aguda observación acerca del escote de una de sus compañeras de trabajo y serán abofeteados. Describan sin ahorrarse detalles escabrosos el sabor de uno de los guisotes de su suegra y tal vez obtengan un divorcio. Búrlense de los clientes que entran en su tienda y acabarán arruinados. Gástenle una broma al guardia de tráfico que les está poniendo una multa y acabarán en la cárcel. No, el mundo real no está hecho para los Doctores House que permanecen agazapados al otro lado de la educación y las buenas formas. La arrogancia y el sarcasmo brutal funcionan de maravilla en una serie americana o cuando se juzga a los chavales que se presentan a un concurso de canción moderna (al estilo de Risto), pero cuando sales a la calle, al mundo real, sólo traen problemas. A todos nos hacen mucha gracia las “borderías” y los desaires de House en la tele, pero si nos lo encontrásemos en la calle no dudaríamos en atizarle un mamporro. Las salidas del doctorcito cojo nos parecen genialidades y muestras de humor inteligente cuando las escuchamos en la televisión, pero si alguna vez vomitasen sangre o advirtiesen que uno de sus dedos se está necrosando, y corriesen al hospital más próximo en busca de su Dr. House particular, ¿se troncharían de risa cuando bromease acerca de su dedo podrido o su tos sanguinolenta?

martes, febrero 13, 2007

El abrazo


Hace unas semanas apareció en los periódicos una curiosa noticia que atrajo la atención de medio mundo. No era una noticia de política internacional, ni acerca de nuestra globalizada economía, ni siquiera poseía demasiada trascendencia desde el punto de vista científico, pero su carácter simbólico y evocador ha servido para desatar un río de especulaciones y elucubraciones. Al parecer, en unas excavaciones arqueológicas que se estaban realizando en la ciudad de Mantua, al norte de Italia, han encontrado los restos óseos de dos personas claramente fundidas en un abrazo. Los esqueletos tienen una antigüedad de entre 5000 a 6000 años; es decir, que pertenecen al Neolítico. Los restos están siendo examinados en un laboratorio, pero todo apunta a que los huesos pertenecen a un hombre y a una mujer que murieron bastante jóvenes. Los investigadores han señalado que se trata de un caso único hasta ahora: un entierro doble en el Neolítico, y por si fuera poco extraño, de dos personas unidas en un abrazo. Ignoramos la causa de su muerte, ni por qué fueron enterrados de esa manera, sólo sabemos que se abrazan estrechamente, que se miran el uno al otro, que sus labios permanecieron a pocos centímetros de distancia antes de que el deterioro del tiempo los borrase por completo. Nunca sabremos su verdadera historia. Si se trata de dos hermanos que fallecieron durante una epidemia y cuyos padres decidieron enterrarles juntos, abrazados fraternalmente; o si tal vez fueron dos miembros cualquiera de una comunidad tribal cuyo singular enterramiento obedece más a la voluntad caprichosa de sus enterradores que al cumplimiento de un rito religioso o social. Yo prefiero creer que eran amantes, que fueron enterrados de esa guisa porque se querían, porque su amor fue tan grande y notorio que el resto de la tribu decidió que permaneciesen juntos durante toda la eternidad. Me resulta grato pensar que hace 5000 años, en aquel mundo duro y despiadado del Neolítico, había personas que buscaban y encontraban en otras una razón más para sobrevivir, para dotar a su existencia de una trascendencia especial. No había corazones esculpidos en la corteza de un árbol, ni ramos de flores ni cartas apasionadas, pero sí una corriente de amor que, siete milenios después, aún es capaz de enternecernos. Quién sabe si estos Romeo y Julieta de la Prehistoria tuvieron que enfrentarse a la incomprensión de sus familiares, de aquella sociedad cavernaria y tribal, quién sabe si los celos y la distancia atormentaron sus corazones, si el hambre y las necesidades les hicieron discutir más de lo que hubieran querido, quién sabe cuántos días pasaron regañados, sin hablarse, sin mirarse a los ojos, cuántas veces apartaron los labios para evitar un beso que más tarde añoraron; sólo sabemos que al final, y para siempre, triunfó el amor, que esa fuerza misteriosa e inexplicable les unió en un bello abrazo, en un cálido lecho de carne y huesos.

martes, enero 30, 2007

Año nuevo, lectores nuevos

Hace ya un mes que sonaron las Doce Campanadas de Nochevieja. En aquellos breves momentos de tensión, marcados por el frenético tañido de las campanas de la Puerta del Sol, millones y millones de españoles formularon toda clase de propósitos bienintencionados para el año que estaba a punto de comenzar. Unos prometieron por enésima vez dejar de fumar; otros, aprender de una vez por todas el idioma de Shakespeare; algunos, en fin, se comprometieron a perder esos kilos de más que tanta vergüenza les hacen pasar cuando van a la playa. Yo, que no fumo, que me conformo con el poco inglés que sé, y que no me obsesionan las tallas, prometí, entre otras muchas cosas, actualizar más a menudo este blog.
Así pues, me he puesto manos a la obra y he comenzado a redactar esta primera entrada (“post” para los que han decidido mejorar su inglés) de 2007. Y de nuevo, como hace un par de años cuando puse en marcha este blog (“bitácora” para los voluntariosos defensores de la pureza de nuestro idioma) me invade una profunda emoción. Tengo la sensación de que durante este año aumentará sensiblemente el número de lectores de mi diario y no puedo evitar que me abrume la tremenda responsabilidad que comporta este hecho. Quién sabe. Tal vez en una ciudad japonesa un estudiante de castellano se ha topado con mi blog y ha decidido seguirlo con objeto de practicar nuestro idioma. Puede que en Chicago una inmigrante mexicana se entretenga leyendo mis cuitas un poco antes de comenzar su turno en el restaurante de comida rápida en el que trabaja. No sería descabellado imaginar que un grupo de niños kenyatas se tronchen de risa viendo mi retrato en el único ordenador de su escuela. En resumidas cuentas, puede que la botella con mensaje que arrojé al océano haya alcanzado alguna remota orilla.
Si es así, oh mis lectores, dondequiera que os encontréis, quienquiera que seáis, mostraos comprensivos y pacientes conmigo. Perdonad mi inconstancia, pues no es fruto de la desidia, sino de la falta de tiempo; sonreíd indulgentes si advertís desmesura en mis sarcasmos, pues no es su propósito herir, sino haceros reflexionar sobre las paradojas y la sinrazón de este mundo que nos ha tocado compartir. Y en cualquier caso, criticadme, despellejadme, ridiculizadme, menospreciadme, pisoteadme, pero no dejéis de leedme.