jueves, marzo 16, 2006

Túnez 6 (Notas en diferido de un viaje)

Sí, ya se que han pasado más de seis meses desde que hice este viaje por Túnez, que estamos en pleno invierno, que las Navidades han quedado atrás, y que, probablemente, a nadie le interesen mis aventuras en el desierto tunecino, pero hace tiempo me propuse escribir estas notas y pienso hacerlo.

Para hacer más ameno el relato, pasaré por alto los aspectos más prosaicos del viaje –la hora del desayuno, los momentos pasados en el servicio, la compra de souvenires, etc.- y me centraré en aquellos episodios que creo pueden resultar más interesantes para un hipotético lector.

Vamos allá. Como ya sabrá el lector, principiaba el mes de Julio de 2005 y llevábamos dos días recorriendo el sur de Túnez. Aquel día, después de visitar un mercado local y comer en un restaurante de carretera, fuimos a visitar una aldea beduina. Tras recorrer una sinuosa carretera, el Land Rover nos dejó en la falda del monte en cuya cima se hallaba el poblado. Debían ser cerca de las cuatro de la tarde. Un sol esplendoroso achicharraba la tierra y todo cuanto osaba deambular por su superficie. Varios puestos de recuerdos y bebidas, estratégicamente situados, nos recordaban a todos nuestra condición de turistas occidentales. Un sufrido asno soportaba estoicamente el fuego de la tarde. Delante de nuestros ojos, discurría un polvoriento sendero que, retorciéndose como una serpiente enroscada en un tronco, conducía a la cima del monte. Comandados por nuestro guía, varias decenas de turistas emprendimos la subida. A nuestra derecha se alzaba una colina en cuya escarpada ladera, y manteniendo un delicado equilibrio, se erguían varias casuchas aplastadas por el sol. Sudábamos. Nuestros pies levantaban pesadas nubes de polvo. Cuanto más subíamos, más nos separábamos unos de otros, y pronto nuestro grupo se transformó en una discontinua hilera de turistas que, echando el bofe, trataban de alcanzar la cima de la montaña. Habíamos recorrido sólo una cuarta parte del camino, cuando, de repente, aparece un niño de unos once ó doce años que nos saluda mostrándonos su mejor sonrisa. El niño, flaco y renegrido, quiere vendernos una piedra que, según inferimos de su chapurreo, posee cierto valor geológico. Aunque lanza leves destellos como si contuviese algún elemento cristalino, no dejar de ser una piedra corriente y moliente, que sin duda el muchacho ha recogido poco antes del suelo. Sin embargo, es tanta la vehemencia con que nos pide que le compremos el guijarro, que nos apiadamos del muchacho y le damos unas cuantas monedas a cambio de nada. Pero, ay Dios Mío, lejos de contentarle, nuestra pequeña dádiva no hace sino excitar su codicia y comienza a pedirnos más y más monedas. Es una situación angustiosa y triste. La miseria aporrea la puerta tras la cual habita nuestra conciencia de malcriados turistas occidentales. El muchacho insiste en vendernos la piedra y comienza a seguirnos a pesar de que le decimos que no la queremos. Como surgidos de las rocas que jalonan el sendero, aparecen otros muchachos de su edad que nos ofrecen más piedras. Les damos toda la calderilla que llevamos, pero no es suficiente. Ellos saben que tenemos más, que en nuestro país tenemos una televisión panorámica, un reproductor de DVD’s, otro de mp3’s y muchas cosas más. Algunos nos ponen la piedra que tratan de vendernos en la palma de la mano y dan por cerrado el trato. Es triste, pero no podemos hacer nada, tan sólo dejar la piedra que acaban de darnos en el suelo y seguir nuestro camino con ese gesto de indolencia e inflexible determinación que todo buen turista occidental no de ha de olvida echar en su equipaje.
Por fin, llegamos a la cima de la colina. Una pequeña plaza, unas cuantas casas de paredes blancas y resquebrajadas, un puesto de refrescos atendido por un muchacho pelirrojo. Tras una breve disertación sobre la cultura de los beduinos, el guía coge por el hombro al muchacho de los refrescos y lo exhibe ante nuestros ojos como la prueba viviente de la existencia de individuos de origen bárbaro en la población de Túnez. Si, sin duda, son los descendientes de aquellos vándalos que cruzaron el Estrecho en el siglo V. El muchacho sonríe, y si no fuera porque no entiende español, todos creeríamos que se siente orgulloso de sus históricos ancestros. De cualquier modo, al cabo de un rato regresa al negocio de los refrescos, sin duda mucho más rentable que el de la Historia. Abandonamos la plazoleta y emprendemos el regreso a los coches, circundando la cumbre de la montaña y descendiendo por otra ladera diferente a la que hemos empleado para subir. Aún así, y sin que podamos explicarnos cómo lo han logrado, nos vemos rodeados de nuevo por los niños de las piedras. Su tenacidad es, desde luego, admirable. Nos hemos quedado sin monedas, sin bolígrafos, sin gorras, sin caramelos. ¿Qué podemos hacer? Sus miradas ansiosas, sus manos trémulas, el tono acuciante de sus voces infantiles, todos sus gestos y expresiones conforman una acusación dirigida directamente a nuestra conciencia, a la conciencia de la Humanidad entera. Sí, claro que podemos hacer más. Meternos en nuestros flamantes Land Rover, encender el aire acondicionado y mirar, como cobardes, a otro lado. Posted by Picasa