lunes, noviembre 28, 2005

Niños, borrachos y locos.

Voy en el metro leyendo una novela. Es mediodía y apenas viaja gente en el vagón. De repente, al llegar a una estación, las puertas se abren y una mujer de aspecto extraño se sienta delante de mí, al lado de un hombre mayor. Desde el primer momento me doy cuenta de que le pasa algo. Es una mujer de unos treinta y tantos años, vestida con escaso gusto. Tiene la nariz y los ojos rojos, como si hubiese estado llorando hace apenas un instante. Resulta imposible ignorar el brillo vivo y enfebrecido de sus pupilas. Sus gestos grotescos y la profunda agitación de su rostro denotan una intensa actividad en el interior de su pequeña cabeza, como si a todos nos llegase el fragor de una violenta batalla en la que chocan ideas confusas, pensamientos contrapuestos y deseos inadmisibles. Al poco de sentarse, comienza a hablarle al hombre mayor que está a su lado. El anciano disimula su turbación y finge atender a las palabras de la mujer, pero al cabo de un rato, completamente resignado, vuelve sus ojos al periódico que está leyendo. No importa. La mujer sigue hablándole sin parar hasta que el hombre se baja en una estación. Entonces, la mujer se cambia de sitio y comienza a hablarle a una señora. Su conversación es incoherente, salpicada con breves pero conmovedores estallidos de llanto. Habla de un pasaporte que ha perdido o, de repente, comenta lo bien que han dejado el metro. En cierto momento, se siente observada por un muchacho que está sentado frente a ella y comienza a increparle. La reacción del muchacho no se hace esperar. En un tono áspero y retador, replica duramente a la mujer, la ridiculiza delante de todo el vagón. Su falta de piedad me desagrada profundamente. No puedo evitar ver reflejadas en sus crueles palabras, el discurso de la sociedad presuntamente "normal" frente a los que son considerados diferentes o sencillamente anómalos, el discurso de los poderosos frente a los débiles. Y estoy convencido de que si Don Quijote cabalgase por los vagones de metro, no dudaría un instante en socorrer a damas como ésta. Afortunadamente, al cabo de un rato, el muchacho decide dejar en paz a la mujer, ya sea porque se ha dado cuenta de su estado mental o porque sencillamente se ha cansado de atacarla. El silencio se extiende por todo el vagón. La mujer comienza a llorar con más congoja que nunca. Su llanto está hecho de pesados lagrimones que saltan de sus ojos como chispas preñadas de tristeza. Es un llanto infantil, el llanto de una Tierra en pañales. Hay en sus pucheros una especie de candor primigenio, una ignorancia hermosa y sin dobleces. Apenas se entiende lo que dice, pero de entre aquel vendaval de sollozos y quejas, logró extraer una frase que me demuestra una vez más que solo los niños, los borrachos y los locos dicen la verdad: "Esto no es cielo, esto no es el cielo", se queja amargamente, "Yo he estado en el cielo antes y esto de aquí no es cielo".

jueves, noviembre 03, 2005

Túnez 5 (Notas en diferido de un viaje)

Después de comer, nuestro guía nos llevó a Matmata. Matmata es un pequeño pueblo encaramado en una montaña seca y pedregosa. Nuestra columna de Land Rover subió por una tortuosa carretera e hizo su primera parada es una especie de mirador, una elevación del terreno desde la cual era posible percibir la árida inmensidad del desierto. El susurro del viento lo llenaba todo, como una incesante música que uno acaba por dejar de escuchar. Bajamos del altozano y nos dirigimos en coche a la aldea. Unas cuantas casas resquebrajadas por el sol. Gatos solitarios y niñas de rostro atezado, tímidas y temerosas, con esa prudencia que procede del instinto y de la ocasional constatación de que nada bueno puede venir de fuera. En realidad, no veníamos a verlas a ellas, sino a visitar una vivienda berebere, una típica "casa troglodita". Éstas estaban situadas en el fondo de una hondonada bastante ancha y profunda, y no eran más que cuevas excavadas en la tierra y convertidas en habitáculos humanos. Una simple cortina hacía las funciones de puerta. Sin embargo, el interior de la vivienda resultaba acogedor. El suelo estaba limpio y barrido. En la penumbra de la cueva, la sensación general era de orden y pulcritud. Apenas había muebles. Un jergón para dormir, una cocina de carbón donde una tetera titilaba sobre el fogón y dejaba escapar un suave aroma a té recién hecho. La dueña de la casa se apresuró a agasajar a sus invitados españoles con una tacita de té con hierba buena. Se trataba de una anciana quizá octogenaria pero aún poseedora de un brío más que juvenil. Llevaba el vestido tradicional de su etnia, confeccionado con una tela de abigarrados y rotundos colores. Sus manos mostraban las filigranas de la genna. Un pañuelo, de cuyos bordes colgaban pequeñas monedas de cobre, cubría su cabeza. Nos hizo pasar a su casa y nos mostró sus escasas pertenencias con ese orgullo que sólo pueden poseer los pueblos pobres convertidos en atracción turística. Con el brillo de su mirada, parecía decirnos: "Mirad, no vivo tan mal, no tenéis nada que pueda envidiar. Cuando os vayáis, me prepararé una nueva taza de té y olvidaré vuestros rostros con la rapidez con la que olvido cada amanecer; sin embargo, vosotros no olvidaréis jamás mi cara". No carecía de razón la mujer. Ella era una auténtica Dama del Desierto, toda una institución turística. Media Europa había pasado por su casa, había saboreado su té dulce y fragante, se había hecho fotos con ella. Y ahora, esas fotos estaban dando vueltas en miles y miles de álbumes de todo el mundo occidental, junto a fotos de bodas, comuniones, reuniones familiares, fiestas en la oficina, cumpleaños infantiles, vacaciones en la playa, excursiones y acampadas. Su rostro moreno y cuarteado por el viento en un plano de igualdad similar al de nuestros cuñados, nuestros amigos, nuestros hijos, consortes, padres y abuelos, inserto para siempre en nuestra vida, en nuestros recuerdos, compartiendo cartel con nuestra miserable posteridad. Abandonamos Matmata y regresamos al hotel, pero en el camino nos detuvimos en el Mercado de las Especias de Gabes, justo a tiempo de escuchar la llamada a la oración del almuédano. Atardecía. El aire, saturado de los aromas de las más variadas especias, tenía un color ceniciento, casi cárdeno. A lo largo del pequeño laberinto de calles que ocupaba el mercado, los puestos de los vendedores exhibían su preciada mercancía: un derroche de colorido, de sabores y olores que emborrachaban los sentidos. Olía a menta, a té, a azafrán, a canela, a jengibre, a cominos, a clavo, a pimienta, a curry. La atmósfera resultaba mareante. En los cestos de los tenderetes las especias formaban pequeñas montañas de variados colores: colinas ocres, picos anaranjados, cerros amarillentos, cordilleras pardas, montes verdes y rojos. Colores terrosos, pasteles, brillantes y mates. Sonaba el ruido de las motos y de los coches, el canto comercial de los vendedores, la música que escapaba de las radios y los casetes. Inesperadamente, se hizo el silencio, un silencio contenido, como una leve capa bajo la cual latieran y aguardaran todos los sonidos del mercado, y escuchamos el lamento del almuédano. Desde un minarete cercano, su voz, metalizada por la amplificación, se extendió por todo el mercado, por las calles de Gabes, llamando a los fieles a la oración, rompiendo con la actividad cotidiana. Pensé que todo se detendría, que algunos de los hombres y mujeres que allí estaban dejarían lo que estaban haciendo y se postrarían para rezar, pero nada de eso ocurrió: los comerciantes siguieron vendiendo y regateando, los compradores continuaron examinando la mercancía y, naturalmente, los turistas extranjeros siguieron curioseando por entre los puestos. A lo sumo, se rebajó el tono de los gritos, de las voces, como una muestra de ese respeto que proviene más de la educación aprendida que de la fe, el mismo que manifiestan en España los más descreídos al paso de una procesión en Semana Santa. En Túnez, al igual que en el resto del mundo, la globalización avanza. Al fin y al cabo, estábamos en un mercado, y allí el dinero siempre manda.