Túnez 3 (Notas en diferido de un viaje)
De nuevo, estábamos en la carretera, y, por primera vez, podíamos contemplar la tierra de Túnez a plena luz del día. De momento, lo que veíamos no se diferenciaba mucho de algunas zonas del sur de España. No se veían minaretes ni camellos, ni tan siquiera palmeras. Tampoco el conductor de nuestro Land Rover poseía un aspecto exótico: nada de turbantes, nada de chilabas y babuchas. Era un hombre alto y fuerte, vestido muy correctamente a la moda occidental y con unas gafas que le daban un aire pacífico y formal. Comenzó hablándonos en italiano, pensando que éramos compatriotas de Berlusconi y Albano, pero cuando se dio cuenta de su error, se decidió por el francés. De español, ni papa. Ni siquiera "paella", "olé" o "vamos a la playa". Nuestra primera parada: el anfiteatro de El Djem. No me acuerdo de la hora a la que llegamos, pero no debían de ser más de las 9 de la mañana. Sin embargo, ya hacía un calor tremendo, y nuestro sofoco se tradujo en una sed acuciante. El tunecino es un pueblo, entre otras muchas cosas, con alma práctica y comercial, conocedor de todos los resortes que impulsan al turista occidental. Los primeros puestos comerciales que encontramos se dedicaban, como era de suponer, a la venta de agua y refrescos. Luego, subiendo la pendiente que conducía al anfiteatro, nos fuimos topando con toda clase de vendedores y mercachifles. Y digo, "topando" porque aquí, en Túnez, los dueños de las tiendas de "souvenires" te "asaltan" literalmente, interponiéndose en tu camino y metiéndote sus mercancías por los ojos. Sin embargo, a pesar del asedio comercial, logramos llegar al anfiteatro: una polvorienta mole de piedra, que los romanos pusieron a secar al sol hace siglos. No entraré aquí en descripciones arquitectónicas; ni tengo tiempo ni ganas. Sólo diré que entrar en aquel anfiteatro romano fue como entrar en un estadio de fútbol, sólo que más viejo. Los mismos pasillos, la misma estructura en las gradas y en las escaleras, la misma distribución; pero no se equivoquen, mi anterior afirmación, más que frívola o cínica, entraña un rendido homenaje a la pericia técnica y a la incuestionable visión de futuro de los ingenieros romanos. Ahora, siglos más tarde, un ansioso grupo de turistas españoles estábamos recorriendo como locos los sombríos pasillos del anfiteatro, subiendo a las gradas más altas bajo un sol abrasador y haciendo fotos a todo lo que pareciese viejo, que allí era casi todo. Nuestro Guía nos hizo bajar a una especie de túnel subterráneo, y con su lengua de le trapo nos explicó que el anfiteatro también había servido para celebrar luchas de gladiadores. Aquí, en estos túneles umbríos los luchadores aguardaban su momento, y luego subían a la arena por aquellas escaleras. Y entonces, oigo a un tipo que, con voz melodramática, dice a su novia: "¿Te imaginas la angustia que debían sentir los gladiadores mientras esperaban en este pasillo?". Muy bien. Me parece estupendo que a la gente le guste la Historia, que la viva y la sienta como algo real y cercano; ahora bien, utilizarla para hacerse el interesante, aprovecharse del valor de unos pobres gladiadores que murieron hace siglos, probablemente vertiendo su sangre en la arena ante la mirada morbosa de miles de espectadores y la fría indiferencia de un tribuno romano, todo para asegurarse un buen revolcón nocturno, eso no. No me parece bien, la verdad. En fin, desde anfiteatro nos llevaron al Museo de Mosaicos romanos. Ya he señalado anteriormente que en este tipo de viajes la gente suele manifestar un inusitado y asombroso interés por materias y temas que nunca antes habían atraído su atención, como si de pronto descubrieran su verdadera vocación, una vocación oculta y apasionada, que sin embargo vuelve a aletargarse nada más regresar a sus hogares. Pues bien, aquí tienen a varias docenas de turistas deambulando con mirada escrutadora por un museo dedicado en exclusiva al mundo de los mosaicos romanos. Fotos, cámaras de vídeo que graban sin cesar, flashes automáticos y el exasperante estrépito de los clicks de las cámaras fotográficas. Durante un cuarto de hora, algunos de los personajes mitológicos representados en los mosaicos -dioses y héroes romanos-, adquieren el protagonismo de las estrellas del celuloide y del papel couche. Todo el mundo quiere hacerse una foto a su lado, todos los objetivos de las cámaras apuntan a sus hieráticas figuras, todos quieren un recuerdo de Júpiter o Hércules. Arriba, en el Olimpo, un dios tan distraído como yo se hace ilusiones pensando que un renovado fervor pagano ha prendido entre los mortales. Júpiter sonríe, comprensivo y paternal. Ha visto tantas cosas en sus paseos por la Tierra, que ya nada le sorprende.